Se observa desde hace tiempo un retorno del proteccionismo, a derecha e izquierda, con distintas razones y decisiones, pero con un resultado similar en lo que se refiere al grado de integración global. La fragilidad de las cadenas de suministros se hizo muy visible con motivo de la crisis de los microchips entre el 2020 y el 2023; la guerra de Ucrania puso en cuestión la dependencia que Alemania tenía del gas ruso. Se acumulan las razones para poner en marcha operaciones de desacoplamiento que permitan depender menos de otros, especialmente de aquellas cadenas de aprovisionamiento que nos hacen dependientes de un rival sistémico. El comercio debe ser limitado para reducir al mínimo los riesgos de una dependencia que diversas crisis han mostrado excesiva.
Las estrategias correspondientes son el friendshoring y el nearshoring, es decir, la configuración de una cadena de aprovisionamiento que nos haga depender solo de los amigos y la relocalización de cadenas de suministro a lugares más cercanos a los centros de consumo.
Se abandona progresivamente también la idea de un comercio que acaba beneficiando a todos, integrador, conforme a reglas y de suma positiva. No hay esa complementariedad que se suponía sino más bien muchas rivalidades entre las distintas economías. El actual capitalismo es el de una multitud de actores que juegan a la soberanía y cuyos intereses no pueden ni quieren estar alineados. La guerra económica ha dejado de ser una metáfora en este nuevo darwinismo geopolítico. Se trata de un capitalismo predador, rentista y ostensiblemente violento, entregado al puro juego del poder, que ha dado lugar a una nueva ola de imperialismo territorial. El ejemplo más grotesco de ello es la pretensión de Trump de hacerse con Groenlandia y el canal de Panamá.

La conflictividad actual tiene su origen en una convicción ideológica cuidadosamente alimentada y que Arnaud Orain ha llamado “capitalismo de la escasez o de la finitud”. Si “no hay para todo el mundo”, estamos en juegos de suma cero, y este convencimiento vale lo mismo para tratar de impedir la migración como para desmontar las instituciones globales. Esa convicción, muy contraria a la promesa liberal, produce una inquietante alianza entre esta nueva forma de capitalismo y la xenofobia; es el resultado de un profundo pesimismo en cuanto a las posibilidades de integración social en virtud del crecimiento.
Examinadas las cosas desde el punto de vista de la sostenibilidad ecológica, la conciencia de los límites no es nueva y supone un avance en lo que se refiere al uso de recursos y la reflexión crítica acerca de nuestro modo de consumo y modelo de crecimiento, pero aquí se trata de otra cosa: de una renuncia a concebir lo social como un multiplicador y de poner a la competición por encima de la cooperación. La conciencia de la finitud no conduce a este tipo de capitalismo a la lógica de lo común sino a la de lo privativo, no al ahorro sino al acaparamiento.
Con la ideología de la escasez, se cuestionan dos instituciones que el liberalismo había considerado centrales: el mercado y la propiedad. Donde mejor se ve el contraste de este mundo con el precedente es en el nuevo desprecio hacia la idea misma de mercado. Peter Thiel, uno de los inspiradores del actual tecnofeudalismo norteamericano, defiende los monopolios expresamente porque la expectativa de beneficios monopolítiscos (de una duración en el tiempo asegurada por un Estado al que dicen detestar), parece ser lo único capaz de promover la innovación.
Hoy se mira más a la especulación que a las inversiones productivas, donde las materias primas críticas se han convertido en los recursos estratégicos
No confiar en los mecanismos del mercado es lo que lleva a preferir un modelo de pillaje, saqueo y rentismo. Se trata de una forma nueva de capitalismo que es, al mismo tiempo, antigua, muy similar al que se configuró a principios del siglo XVII con la expansión colonial marítima y justificado por el derecho de presa.
Han renacido viejos modos de predación, una nueva ola de expoliación territorial, desde los fondos marinos hasta el espacio, unas pretensiones agresivas sobre los recursos considerados estratégicos: una lucha deshinibida por acaparar los recursos y espacios disponibles, la codicia de las tierras raras (adjetivo que alude a la escasez), la biopiratería que se apropia indebidamente de los recursos genéticos, la guerra de patentes en el fondo marino con el fin de registrar organismos para desarrollar aplicaciones médicas o energéticas, la monopolización de activos y recursos escasos, zonas de influencia, satélites, datos digitales, con el objetivo de obtener beneficios fuera del principio de competencia. Esta carrera se alimenta del sentimiento de encontrarnos en un mundo limitado, finito, en el que hay que acaparar recursos de diverso tipo.
Para entender la novedad de la situación actual hay que compararla con la narrativa típica del orden liberal que exaltaba el valor añadido de la innovación y el conocimiento. Ahora el mundo bascula hacia el acaparamiento y todo se juega en disponer de los recursos necesarios. La renta no es un beneficio sino una ganancia que proviene de detentar o controlar un activo escaso: tierra, parque inmobiliario, plataforma digital... La renta no es algo que se haga, sino que se tiene, se detenta; no obedece a una lógica empresarial sino patrimonial. Estamos ante una “economía del desastre” (Naomi Klein) que mira más a la especulación que a las inversiones productivas, donde las materias primas críticas se han convertido en los recursos estratégicos, no la generación de valor a través del conocimiento o la tecnología.
La carrera en busca de las materias primas ha incrementado de hecho las actividades extractivas en detrimento de las de mayor valor añadido, en una suerte de reprimarización de la economía. En los últimos veinte años se ha duplicado el volumen de los metales extraídos en el mundo; de aquí al 2050 se prevé una multiplicación por cinco o diez de la producción minera. Todo esto tiene lugar en medio de unas narrativas contradictorias que siguen celebrando nuestra economía del conocimiento y la innovación tecnológica. No es que la provisión de las materias primas sea un requisito para el crecimiento de una economía con alto valor añadido; el saqueo de esos materiales escasos pone de manifiesto lo poco que nos creemos ya que el conocimiento sea el principal recurso de nuestra economía.
Este es el contexto en el que la Unión Europea tiene que tomar hoy sus decisiones más difíciles. Habiendo tenido como único horizonte la apertura económica, el poder blando y la democracia liberal, ahora se encuentra ante la tesitura de un mundo para el que no estaba pensada, con unos juegos de poder que ya no son cooperativos sino de puro conflicto. Puede ser que Europa no haya comprendido bien la envergadura de los cambios que se están produciendo y siga creyendo que la relativa armonía interior en la que vive le permite seguir renunciando al poder.
La dificultad de las decisiones que tiene que tomar procede de que Europa está más habituada a la competencia económica que a la competición estratégica y ha sido dirigida por unas élites formadas en un mundo liberal cuyo objetivo era la lucha contra la inflación y los monopolios, la promoción del comercio multilateral y la libre competencia. Que no pensáramos apenas en una mayor integración política o en la dimensión de la seguridad tenía cierta coherencia en aquel mundo, pero es insostenible en el nuevo espacio de predación posliberal.
D. INNERARITY, Catedrático UPV (Fundación Ikerbasque para la Ciencia e Instituto Europeo de Florencia). Autor de 'Una teoría crítica de la inteligencia artificial'