La web de este diario recibió un aluvión de comentarios tras publicar que un bar de la plaza Macià de Barcelona ha sido traspasado y se iba a rebautizar como Sotelo. No es de extrañar: la plaza dedicada al expresidente de la Generalitat llevaba el nombre de Calvo Sotelo bajo el franquismo.
Los nuevos dueños del negocio –que ahora barajan optar finalmente por otro nombre– son libres de elegir el que quieran. Pero su decisión inicial abona la confrontación, tanto si obedece a la nostalgia de la dictadura como al capricho, la provocación o el deseo de atraer a unos clientes y ahuyentar a otros. La misma confrontación que la élite política practica a diario.

No es lo mismo un negocio privado que un espacio público. Pero la historia de la plaza Macià nos ilustra sobre la afición a los cambios de nombre. El primero que tuvo (1932-36) fue el de Niceto Alcalá Zamora, político liberal y presidente de la República (fallecido en el exilio argentino en 1949). El segundo fue el de Germans Badia, políticos de Estat Català (e ídolos del expresidente Torra), asesinados por anarquistas, a cuyos compañeros habían reprimido antes.
Científicos, creadores y profesionales deben imponerse a los políticos en el callejero
El tercer nombre, elegido por el franquismo, tras considerarse –atención al dato– Ejército marroquí, fue el de José Calvo Sotelo, líder del ala reaccionaria de Renovación Española, cuyo asesinato el 13 de julio de 1936 precipitó el inicio de la Guerra Civil y le valió el título de Protomártir de la Cruzada. Y el cuarto nombre, elegido en 1979, mandando Tarradellas, fue el de Francesc Macià, que falleció en 1933 de apendicitis (lo que por cierto le libró de exilios y tiroteos).
Acabo con tres sugerencias. Una: el nomenclátor barcelonés impide ya dedicar una calle o plaza a alguien hasta pasado un lustro desde su muerte, pero convendría ampliar el plazo hasta que el aprecio del candidato rozara la unanimidad. Y, si eso pide un siglo, paciencia. Dos: sería más sensato dar los nombres de calles y plazas a quienes fomentaron el bien colectivo; lo cual acaso postergara a políticos, pero no a científicos, creadores y profesionales que mejoran la vida de todos. Tres: los cambios no son malos per se, pero tampoco imprescindibles, y poco ayudan si evocan un pasado ominoso.