En un estadio abarrotado para homenajear al activista conservador Charlie Kirk –un espectáculo con aire de gala televisiva, mitad mitin político, mitad culto religioso–, Donald Trump se acerca al atril, entre crucifijos y cañones de pirotecnia. Raza, credo y voto en un mismo pelotón. El presidente nunca defrauda con un micrófono delante. A diferencia de su primer mandato, ahora se siente autorizado a decir lo que le plazca: la maquinaria estatal trabaja a su favor y todos le aplauden. Ante un público compungido que reza y eleva las manos al cielo, confiesa: “Odio a mi oponente…”. Quién sabe si imagina ya, con ese lema, una nueva remesa de gorras rojas a 55 dólares en la Trump Store. “Y no le deseo nada bueno”, remata. Risas entre su auditorio cristiano, aunque le dé una patada a Mateo 5:44 y su “amad a vuestros enemigos”.
La bilis es el sello político de la Casa Blanca, una paz perpetua invertida. El odio funciona como espectáculo y como mercancía. No brota de la nada: se construyen relatos que convierten al adversario en amenaza existencial. Y los enemigos se fabrican en serie: inmigrantes como parásitos, ecologistas como saboteadores de la prosperidad, rivales políticos como traidores a la patria.
El odio es más rápido que la razón, más pegadizo que el argumento, más rentable que el diálogo
Y funciona. El odio es más rápido que la razón, más pegadizo que el argumento, más rentable que el diálogo: algo que saben bien los imitadores MAGA a este lado del Atlántico. No busca reparación, sino aniquilar. En tiempos de polarización, esta pasión fría se mide en clics, votos y donaciones. No busca consensos, sino resonancias afectivas. El juicio moral ya no apela a principios universales, sino a preferencias y emociones. Trump encarna la deriva del emotivismo hasta la caricatura.
Poco después, en la sede de las Naciones Unidas, arremetió contra Europa, acusó a la inmigración de destruir las culturas nacionales, abominó de las políticas verdes y calificó a ese foro de fuerza global ineficaz, corrupta y perniciosa. Todo lo que huela a cooperación multilateral le repugna.
Ese mismo día odió al responsable de que la escalera mecánica se detuviera cuando le tocaba subir y al técnico del teleprompter que lo dejó sin texto. Recemos por ellos.
