En estos días de finales de septiembre, mientras emprendo los rituales de despedida de Mallorca acostumbro a leer a Santiago Rusiñol. Saboreo con delectación su prosa lírica, no exenta de ironía de La illa de la calma y siento cierta nostalgia de sus evocaciones tan lejanas hoy.
Estoy segura de que nadie que haya visitado Mallorca este verano ha podido siquiera imaginar que poco más de un siglo atrás era un lugar propicio para el reposo, “un lugar donde los hombres nunca tienen prisa y las mujeres nunca envejecen, donde no se malgastan siquiera las palabras, donde el sol se queda más tiempo y la señora Luna camina más lentamente contagiada por la pereza”. Así veía a nuestros antepasados don Tiago, como le llamaban los mallorquines, quien en diversas ocasiones recorrió Mallorca y la consideró, igual que Rubén Darío, una isla terapéutica, sanadora de males del cuerpo y del alma. Un lugar idóneo para el reposo.
Cuando la turistada invade el centro de Palma resulta difícil transitar entre la avalancha de foráneos
Sabemos que la escogió en 1901 para convalecer, tras una cura de desintoxicación de morfina, que llevó a cabo en el sanatorio cercano a París en Boulogne-sur-Seine, y después de que le extirpasen un riñón en una clínica barcelonesa. De ahí que no pueda extrañarnos que proyecte en sus textos los beneficios salutíferos que comporta el viaje a la isla.
Rusiñol comenzó a escribir sobre Mallorca, ya en 1893, precisamente para La Vanguardia, una serie de artículos, en los que ahonda en la impresión que le produce la belleza de la isla y la claridad de su luz, sin dejar de hacerse eco de los tópicos que desde la Esqueria de los feacios, descrita por Homero, se han atribuido a las islas: fértiles, ubérrimas, cuyos frutos no hay que cultivar siquiera, incontaminadas, bellísimas y poblada por gentes extraordinariamente longevas. Unas características que la inmensa mayoría de los viajeros que llegaron a Mallorca, entre el XIX y el XX, de George Sand a Robert Graves, todavía llevaban en su imaginario.
Hoy pocos de los visitantes de las Baleares tienen siquiera idea de lo que han supuesto las islas durante casi dos mil años para la cultura occidental. Incluso para algunos eran espacios mágicos, flores brotadas en medio del mar, lugares edénicos donde cualquier maravilla era posible. Unas características que todavía suelen ser atribuidas por la propaganda turística a las exóticas Fiji o Bora Bora.
Las Baleares, más concretamente Mallorca e Ibiza, ya que Menorca ha sabido preservar bastante bien su encanto, poco tienen que ver con los paraísos imaginados cuando los viajeros no eran todavía turistas. Hoy los turistas de la globalización tienen otro concepto de lo paradisiaco. Un concepto casi siempre ligado al bronceado de larga temporada, al sexo y al alcohol sin cortapisas, en un paquete de todo incluido. Si Rusiñol resucitara y volviera a Mallorca, no la reconocería. Tampoco la reconocemos apenas los nacidos un siglo más tarde que don Santiago. En especial en los meses de la temporada turística, que en Mallorca son más de tres, pues la invasión se inicia en abril y dura hasta entrado noviembre.
Cuando la turistada invade el centro de Palma resulta difícil transitar entre la avalancha de foráneos, que a veces se aglomeran en bañador ante las heladerías, tiran al suelo los envases vacíos y hasta algunos hacen cosas de perro en las esquinas. No sé si como mis queridos integrantes de la especie canina, con el fin de marcar territorio. Territorio conquistado, claro está. O eso parece bastante a menudo, porque nuestras leyes enormemente permisivas son fáciles de saltar por quienes se creen los amos a cuyo servicio estamos los autóctonos solo porque nos dan de comer. Ciertamente, sin turismo nos moriríamos de hambre, también los que estamos a régimen, porque lo hemos sacrificado todo a la gran industria turística, pero precisamente porque es nuestra principal industria debemos cuidarla y preservarla, y no creo que la permisividad absoluta con la degradación del medio pueda ayudar.
Este verano en Mallorca, como en otros lugares del país, ha habido manifestaciones contra los turistas. Sin embargo, pensar que podríamos sobrevivir sin turistas no solo es utópico, sino que demuestra un gran desconocimiento de la realidad. Pero sí es urgente un nuevo planteamiento sobre la sostenibilidad del territorio y lo que tal industria comporta.
