Si eres abogado, ¿cómo le explicas a tu cliente que si hoy tenemos que presentar una demanda en el juzgado raramente tendremos una sentencia antes de dos años y, que si hay recursos, pueden pasar entre dos y cuatro años más antes de saber cómo acaba todo?
Nos hemos resignado a aceptar que la lentitud de la justicia es algo que no tiene solución, pero no es verdad. Como si se tratara de una ley de la física, se asume que la justicia es lenta y que el agua congela a los cero grados. Si nos fijamos en la duración de los procesos judiciales, los datos oficiales muestran que la situación se ha agravado notablemente en la última década. En algunas jurisdicciones, el tiempo necesario para resolver los asuntos se ha duplicado, lo que deja a los ciudadanos y a los profesionales del derecho en un estado de frustración permanente.
Es cierto que la pandemia supuso un bache desastroso que agravó el colapso judicial, y todavía hoy se pagan las consecuencias. Pero no hay excusas suficientes para justificar la ineficiencia crónica del sistema. Aunque intuyendo la respuesta, todos nos preguntamos cómo es posible que la administración sea capaz de desarrollar sistemas tan eficaces como el de la Agencia Tributaria, mientras la justicia sigue mostrando una anemia administrativa alarmante.
En España, los denominados juicios rápidos, que deberían celebrarse en una semana, muchos se demoran un año o más; los procedimientos abreviados pueden durar años, y los procesos sumarios por vulneración de derechos fundamentales se acaban tramitando con una lentitud que pone en riesgo la propia tutela judicial efectiva. Recientemente ha entrado en vigor la reforma procesal llamada ley de Eficiencia Procesal. Ya hemos visto que el nombre no hace la cosa. Supuestamente, busca primar la mediación para resolver conflictos, pero en la práctica se prevé que se traduzca en un simple aplazamiento de los problemas, que puede generar disfunciones adicionales en un sistema ya colapsado.
Solo uno de cada tres ciudadanos confía en la independencia judicial española
Una de las causas más claras de este colapso es la falta de jueces. La media de jueces por cada cien mil habitantes en la Unión Europea es de 22, mientras que en España apenas alcanza los 11, muy lejos de los 25 de Alemania o Dinamarca, o de los 19 de Portugal. La inmensa mayoría de los jueces y magistrados tienen una dedicación encomiable, pero no se les puede pedir que hagan lo imposible: si un juez dicta 500 sentencias al año, aunque se duplique el número de funcionarios de su oficina judicial, no podrá dictar mil. Esta insuficiencia estructural, que solo puede resolver el Ministerio de Justicia, explica situaciones incomprensibles para los ciudadanos, como la incapacidad de abordar con eficacia el problema de la multirreincidencia. La policía detiene a los delincuentes, pero la lentitud de la respuesta judicial acaba evaporando ese esfuerzo.
Otro lastre evidente es que la administración de justicia está muy lejos de la transformación digital que impacta en todos los sectores. La digitalización de los juzgados, con el objetivo todavía no alcanzado del “papel cero”, se ha prolongado durante años. Hoy, herramientas de inteligencia artificial, que son excepcionalmente eficaces en la gestión documental, podrían aliviar y optimizar la carga de funcionarios y jueces, pero su integración sigue siendo limitada y lenta.
Según datos de Eurostat, España se sitúa a la cola de Europa en cuanto a percepción de independencia judicial y confianza en el sistema. Solo uno de cada tres ciudadanos confía en la independencia judicial española, mientras que en Dinamarca, Alemania o Finlandia esa cifra alcanza el 80%. Además, un buen funcionamiento de la justicia, sin tiempos de espera infinitos ni incertidumbre jurídica, es un indicador importante para quienes, por ejemplo, se plantean invertir en un territorio.
Toda esta situación es una mala noticia para los ciudadanos y las empresas, y causa gran frustración y agotamiento entre abogados, jueces y operadores jurídicos. La sensación de impotencia frente a un sistema que no cumple con su función esencial es creciente. Y, sin duda, resulta una pésima noticia para un Estado de derecho constatar que uno de sus pilares fundamentales presenta una fatiga crónica, sin que parezca importar demasiado a nadie.
