El escritor uruguayo Eduardo Galeano formó parte de un tribunal internacional que investigó los crímenes de la invasión soviética de Afganistán. Es un poco más complejo de explicar, pero dejémoslo en lo que él mismo refirió, y es que, durante una sesión de ese tribunal, en Estocolmo, un jefe tribal, anciano y muy respetado, testificó que los comunistas habían cometido el peor de los crímenes: habían enseñado a leer y escribir a las niñas afganas.
¿Les parece una boutade? ¿Una extravagancia de un lugar remoto? ¿Una anécdota? Pues para nada. A los ojos de aquel anciano supuestamente sabio, las muertes y las violaciones o las torturas eran poca cosa ante el hecho absolutamente perturbador de que las mujeres pudiesen leer y expresarse por ellas mismas.
Casi medio siglo después, y tras todo el horror y la destrucción, pero también el esfuerzo por modernizar el país, de la también fracasada invasión anglonorteamericana, con aval de la OTAN, la rueda de la historia ha regresado, implacable, donde estaba. No hay lugar para las mujeres en ese Estado abandonado a su suerte que sigue siendo un agujero –o debería serlo– en nuestras conciencias.
El Emirato Islámico de Afganistán, nombre oficial del país, es una teocracia basada en los principios religiosos del islam suní, el mayoritario entre los musulmanes del mundo, devotos tanto del Corán como de la Sunna, la recopilación de hechos y dichos atribuidos por la tradición al profeta Mahoma.
Afganistán es un país montañoso con notable diversidad tribal y de etnias y grupos humanos: pastunes, tayikos, uzbekos, hazaras, beluchis y turcomanos, principalmente. En sus inicios históricos, aunque sea difícil establecer una línea continua en el conglomerado tribal que sigue siendo, fue Ariana, la tierra de los arios. Sí, los mismos arios que inspiraron la pureza racial de Adolf Hitler y que más tarde llegaron hasta India y dejaron allí sus esvásticas, de las que luego se apropiarían los nazis. El mundo y su historia son un disparate, desde luego…
No podemos callar ante lo que el régimen talibán está haciendo con las niñas y las mujeres afganas
Alejandro Magno anduvo por allí, como también lo intentaron mogoles y británicos. Revisen esta tarde, si les apetece, El hombre que pudo reinar, la estupenda película de John Huston con Sean Connery y Michael Caine, basada en un relato de Rudyard Kipling.
El cementerio de los imperios acabó siendo, gracias a los talibanes (recordemos que se llaman a sí mismos “estudiantes”), el Estado que ha aplicado de forma más rigurosa los principios de la sharía, la ley islámica, de la que han tomado su versión más extrema. Eso quiere decir que decapitaciones, lapidaciones, amputaciones o flagelaciones públicas forman parte de un Código Penal, mezcla de leyes, costumbres y moral, que considera, por ejemplo, que el asesinato de los apóstatas de la fe es obligado.
Es probable que Afganistán sea el país más pobre del mundo. Y por supuesto que forma parte, con tragedias como Sudán o Haití, por solo mencionar algunas, de los dramas olvidados de la humanidad. Puede tener hoy –no hay un censo reconocido como tal desde hace mucho– unos cuarenta millones de habitantes, con minorías chiíes, la más numerosa aparte de los suníes mayoritarios, y también budistas, hinduistas, sijs, zoroastristas y hasta judíos. Los cristianos ya no forman parte de la ecuación, por si se lo estaban preguntando.
Todo esto para decirles que no podemos permanecer callados ante lo que el régimen talibán está haciendo con las niñas y las mujeres afganas. Y que haya todavía mujeres que se juegan literalmente la vida para alfabetizar y educar debería despertarnos de esta indiferencia y modorra que nos provoca todo lo que allí sucede. Porque sí, es un ejemplo extremo de islamización salvaje y retrógrada, pero como viven y como se les impide aprender y desarrollarse a las jóvenes afganas es una espantosa cicatriz que debería pesar en la conciencia de todos nosotros, ateos, cristianos o, muy especialmente, musulmanes.
No es este el espacio adecuado para perorar sobre ello, pero el salafismo o la prédica de algunos imanes contra los infieles son los leños de una hoguera que también arde en Occidente y que alimenta el discurso racista de nuestra ultraderecha.
