Una de las acusaciones a las que me enfrento a menudo como propagandista profesional es la que imputa a la publicidad la capacidad casi mágica de crear necesidades falsas, de hacernos comprar cosas que no necesitamos (como si alguien tuviera derecho a opinar sobre lo que necesitamos). Bien pensado, es un poco como decir que la gente es idiota, que somos idiotas. Y en realidad no es tan raro que muchos señores muy listos lo piensen, porque así lo llevan haciendo desde hace siglos.
La metáfora del pastor y el rebaño (somos simples borregos que no saben dónde ir) es una de las ideas constituyentes de Occidente, y en sus muy variadas formas atraviesa la historia del pensamiento, desde Platón hasta todas las variantes del cristianismo, a las izquierdas, también multiformes, o a Ortega, por acercarnos en el tiempo y en el espacio.

Miembros del movimiento antifascista se manifiestan en Brest, en el oeste de Francia, el pasado septiembre
Marketing es una palabra proscrita, cercana al insulto o la difamación, y se suele entender como una herramienta omnipotente que permite conseguir todo lo que se propongan los poderosos que tienen acceso a sus misteriosos mecanismos y al dinero necesario, mucho, para ejecutarlos (la relación del dinero con el mal es, como sabemos, ancestral).
Eso mismo se piensa de la propaganda, que viene a ser un sinónimo, una especie de agresión a nuestros pobres cerebros incapaces de defenderse. Nunca falla. Si hemos hecho algo que no debíamos (por ejemplo, votar mal), es porque alguien nos ha metido esa funesta idea en la cabeza. Pero la propaganda y el marketing son apenas herramientas. Aplicarles una mirada moral es como acusar al cuchillo o al coche de ser utensilios malvados porque causan la muerte de inocentes.
El fascismo ha regresado con una fuerza insólita, la negación o el olvido del horror están presentes
Lo explico porque me tiene sorprendido últimamente el triste fracaso de una herramienta tan perfecta y poderosa. Si hay una operación de propaganda que admiro por su ambición, intensidad, consistencia, brillantez y sus fines es la que emprendió la comunidad judía tras la Segunda Guerra Mundial para explicar al mundo y a la posteridad la casi inimaginable atrocidad del Holocausto y asegurar que la humanidad no volviera a repetirlo. El mensaje condujo a una obvia acusación del fascismo como causa. Su eficacia fue tal, el mensaje caló tan profundamente, que se llegó a confundir con la verdad. Pensamos que ya nadie podría poner en duda lo indudable.
Bueno, parece que la herramienta infalible ha fracasado (una vez más, sé de lo que hablo). Una buena cantidad de gente no quiere dejarse influenciar por esa propaganda (o, como dirán los obstinados, se ha dejado convencer por otra, argumento que me daría toda la razón). El fascismo ha regresado con una fuerza insólita, la negación o el olvido del horror están presentes, el enorme y brillante esfuerzo ha sido en vano. Los seres humanos somos especialmente hábiles buscando coartadas para escapar de la responsabilidad. Pero el fascismo no regresa porque alguien lo ha sabido vender, regresa porque demasiados siguen queriendo comprarlo.