Mi condición (o mi naturaleza) de publicista, creador de mensajes con un indisimulado interés comercial, me impulsa a percibir casi cualquier información como información interesada. Veo, o busco, qué me están queriendo vender. Es una deformación perversa, pero en ocasiones útil.
De vez en cuando algunos testimonios me reafirman en esa pulsión. Hace años leí en una entrevista con un exdirector de The New York Times, al inicio de la crisis de la prensa provocada por la llegada de internet, que un elevado porcentaje de las noticias publicadas por el diario procedían de notas de prensa.
Quizá por eso me cuesta entender un asunto que parece ser crucial en nuestros tiempos: la desinformación.
Si la obscena polarización en la que chapoteamos lleva a la mitad de los medios a contar un país contrario al que explica la otra mitad, ¿quién está desinformando?
Cuando hablamos de desinformación, ¿no estamos más bien hablando de información que no coincide con lo que pensamos?
Cuando leemos que una red prorusa lanza desinformación para convencernos de los motivos por los que Rusia invadió Ucrania, o que aprovecha la dana para alentar el bulo de que España es un país sumido en el caos, que sigue financiando a Ucrania y a Gaza mientras los damnificados valencianos esperan subvenciones, ¿no es eso apenas otra manera de explicar los hechos? Visto desde el lado ruso, este diario en el que escribo ¿no formaría parte de una red de desinformación prooccidental?
Como suele hacernos ver el gran Genís Roca (que acaba de lanzar La revolución inevitable, un libro que yo me compraría cuanto antes) un musulmán nunca explicaría lo que nosotros llamamos Reconquista con la palabra Reconquista.
Si hoy nos damos una vuelta por Barcelona, podemos interpretar que la ciudad es un caos. O que está como siempre, en obras, como toda capital dinámica. O pensar incluso que hay un plan estratégico para un nuevo salto adelante que percibiremos cuando las obras acaben (y encontremos el tesoro, parafraseando a Danny DeVito). Todas son versiones plausibles. ¿Elegimos una y acusamos al resto de desinformación?
¿Por qué decidimos que nuestra versión de los hechos es la única posible? ¿Es la desinformación un concepto que pretende convertir a quien la denuncia en el único poseedor de la verdad? Cuando hablamos de desinformación, ¿no estamos más bien hablando de información que no coincide con lo que pensamos? El peligro, me temo, es que hayamos llegado a un punto en el que identifiquemos que lo que nosotros pensamos es la Verdad.
Si la historia de la humanidad es la narración de hechos interpretados y explicados de maneras distintas, ¿no sería mejor concentrarse en convencer de que nuestros argumentos son mejores que los otros? En vez de acusar a los otros de mentir, algo que solo conduce al enfrentamiento, ¿por qué no esforzarse en construir argumentos más atractivos? Quizá es porque soy publicista, pero estoy convencido de que lo que le falta a nuestra democracia es volver a ilusionar. Tal vez lo importante no sea quién tiene la razón, sino quién posee la idea más hermosa.
