Hay días en que te rebelas y dejas el móvil abandonado como un perro, en la oscuridad de tu bolso. Que se devore a sí mismo, te da igual todo. La luz ahora es tuya; tienes las manos libres y has sacado la cabeza a la superficie como un cormorán, llenas de aire los pulmones y la vista se te abre de par en par. Ves pasar edificios curiosos por la ventana del autobús, nubes, árboles que empiezan a enrojecer sus hojas. Las caras de la gente, qué poema, con sus narices variadas, o las orejas, esas caracolas indescriptibles que inquietaban a Julio Cortázar. No es difícil obsesionarse con las formas de las orejas y sus significados ocultos. De pronto asistes al espectáculo de todas esas cabezas que se mueven a tu alrededor, en la calle, bustos milenarios, en cierto modo, con sus peinados, incluso alguno de pelo rizado.
Ya era hora, piensas, después de una década de tiranía de la moda de las melenas femeninas alisadas, como hurones desmayados sobre los hombros. Bienvenidos otra vez los rizos libres, piensas, porque hoy también has revivido la facultad de generar algunos pensamientos, aunque sean pequeños. Renacuajos que chapotean en tu mente, esta mañana revolucionaria.
El artilugio te sorbe el seso, sales de casa y ya vas de acá para allá en tu nube solitaria
Los otros días un miedo te mordisquea el cogote. Así que agarras el móvil sin salir de la cama, agachas la cabeza y te entubas. El artilugio te sorbe el seso, sales de casa y ya vas de acá para allá en tu nube solitaria sin parar de hacer cosas al mismo tiempo que haces otras cosas aún más productivas para un futuro feliz que no te deja vivir. Gestionas, buscas, contestas y ya no recuerdas qué buscabas, te duelen los deditos, pero no puedes parar ni dejar de mirar esto y eso que también es urgente y aquí hay mejores opciones, qué parada de metro es esta, y otra vez no sabes qué buscas o para qué, y este dato y aquel y no pierdas un segundo porque siempre hay oportunidades y eres tu marca y tu empresa y tu mejor producto, deambulando por la gran ciudad.
Por la noche recuerdas aquella comida, unos quince años atrás, en que viste por primera vez a una amiga mandando emails de trabajo en su tiempo libre. Lo absurdo que te pareció verla ahí con el móvil, sin saborear ni el vino ni el pollo crujiente. Lo que te reíste de tu amiga por llevar la oficinita a cuestas, como una esclava. Qué loca. Y mírate.
