No apto para nostálgicos

En los años setenta, mis abuelos vivían en la calle de las Moles, a un paso de la plaza Catalunya de Barcelona. Era un piso pequeño, oscuro y con balcones de hierro que daban a un patio donde las vecinas tendían la ropa y los niños gritaban su alegría... o así lo recuerdo.

Aquella era la Barcelona de los setenta: la del olor a café molido, la del pan de la Montserratina del carrer Comtal, la de la charcutería Fondevila, donde te cortaban el jamón al milímetro y te regalaban una loncha “para el nene”, la de la librería Canuda, un laberinto donde el polvo tenía más memoria que el tiempo.

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Mané Espinosa

Mis abuelos eran héroes para mí, no porque hicieran nada extraordinario sino porque sabían comprar, saludar, conversar... Porque tenían nombre en las tiendas y las tiendas tenían alma. En cada mostrador había una historia y en cada esquina, una identidad.

Hoy, si los llevara de la mano por aquel mismo barrio, no reconocerían (casi) nada. Ni yo tampoco. El centro de Barcelona podría ser el de Roma, París, Berlín o Londres. Las mismas tiendas de ropa, las mismas cafeterías de diseño, las mismas cadenas de restaurantes o lugares absurdos llamados concept store, en inglés por supuesto, porque pretende ser más auté­ntico. La globalización nos ha dejado una postal en serie.

Cuando las ciudades dejan de ser únicas, los ciudadanos nos parecemos demasiado

Leí este sábado en La Vanguardia que cierra Lledó Mas, la tienda de alfombras más antigua de Barcelona. Otra más. Otro pedazo de ciudad que se va. Detrás vendrá una marca de zapatillas, una hamburguesería “ar­tesanal” o la nueva moda: una tienda 24 horas. Lugares donde nadie conoce tu nombre ni tu historia.

No es nostalgia o quizá sí. Pero cuando las ciudades dejan de ser únicas, los ciudadanos también empezamos a parecernos demasiado. Caminamos por calles clonadas, compramos las mismas cosas, bebemos el mismo café y, sin darnos cuenta, desaparece algo que no se puede comprar: el sentido de pertenencia.

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Hoy las ciudades siguen llenas de gente, pero vacías de nombres. Quizá lo que echo de menos no es la Barcelona de mis abuelos, sino la sensación de vivir en un lugar irrepetible. Aquella ciudad donde los tenderos saludaban a los abuelos por su nombre y la coca de la Montserratina tenía el sabor exacto de la infancia. Hoy no sabría dónde comprarla. Ni a quién saludar.

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