Aunque, cada vez que se saca el tema, Bolaños adopte una expresión de indignación propia de un obispo en un striptease; y aunque la investigación del juez Peinado tenga más agujeros que los calzoncillos de un espantapájaros, la verdad es que los disgustos judiciales de la esposa del presidente español se podrían haber evitado. Bastaba con una pizca de prudencia, un toque de sentido común y algo de discreción. Lástima que prudencia, sentido común y discreción sean las nobles cualidades que forman el 1% de la personalidad del ciudadano español.
Vaya por delante que no creo que ninguna de las conductas que se imputan a Gómez sea delictiva. Entiendo que la oposición se entusiasme –las cuitas de la familia del presidente son lo único que suele despertarlos del letargo– pero, como decía un viejo magistrado, “el derecho penal no es el paladín de los incautos”.
Begoña Gómez
Aparte de todo tipo de torpezas, no alcanzo a ver que lo del Africa Center, que apenas dio para un par de billetes de avión, sea un crimen. Es cierto que recaudar fondos entre empresas cotizadas cuando se es la consorte del presidente es un comportamiento que trasciende de lo heterodoxo y debería estar prohibido. Pero el caso es que no lo está.
Y cuando eso mismo se hace de la mano de caballeros un tanto polémicos, como Javier Hidalgo, la cosa llama aún más la atención. Desde luego no ayuda que, después, de la mano del mismo Hidalgo, se participe, aunque sea en una inocente sobremesa, en cualquier cosa relacionada con el rescate de Air Europa, ni en nada que tuviera que ver con ese dechado de virtudes cívicas que responde al nombre de Víctor de Aldama.
Pero el rescate de marras fue validado por las instancias europeas, que no son el paradigma de la credibilidad, pero son los bueyes con los que hay que arar. Y no veo que Gómez ejerciera una influencia ilícita sobre ningún funcionario. Porque una cosa es influir, aprovechando una situación de superioridad que no se percibe por ninguna parte (si así fuera, por ser la esposa de Sánchez estaría en posición de superioridad hasta cuando va a coger el metro), y otra muy distinta que el funcionario de turno sea un pelota capaz de cualquier cosa para agradar al entorno presidencial.
La Moncloa debía haber evaluado los riesgos para el prestigio del Gobierno de los negocios de Gómez
En cuanto a la cátedra que responde al embarazoso nombre de Transición Social Competitiva, está claro que Gómez nunca se atribuyó falsamente una titulación que no tenía. Aparte de lo que uno pueda pensar sobre la creación de esos engendros universitarios, y del nombramiento (perfectamente legal según los estatutos de la Complutense) de alguien carente de méritos curriculares para la docencia, la conducta cae más en lo feo que en lo delictivo. Y para feo, ese rector Goyache, que acude, como un lacayo, de visita a la Moncloa: lo que les decía de los pelotas.
Es verdad que ver a la esposa del presidente solicitando financiación para la “cátedra” abre las carnes al más pintado, y que resulta incomprensible que el aparato de la Moncloa no fuera capaz de advertir de las posibles consecuencias de tamaña imprudencia. Pero eso tampoco es ningún delito. Los que dan no son funcionarios, y la que pide no hace más, a fin de cuentas, que seguir el mandato evangélico.
En cuanto a lo de la asesora reclutada por Presidencia para ocuparse de las gestiones privadas de Gómez, veo difícil que eso sea una malversación. La consorte del presidente tiene derecho a un soporte administrativo y parece que ese ha sido el caso con todas sus antecesoras. Si es así, en ausencia de criterio legal claro, la costumbre es una fuente del derecho tan válida como otra cualquiera. Lo que queda (y no es poco) es el incomprensible error de haber ocultado en la definición del puesto de trabajo de la asistente la única función que debía desempeñar: asistir a Gómez. Una irregularidad administrativa capaz de ruborizar hasta a un arenque, pero nada que justifique una condena penal, al menos de Gómez.
Podría referirme a los otros casos, pero no quiero extenderme. Gómez debería haberse abstenido de esas actividades; cualquiera con dos dedos de frente debería haberla advertido; la Moncloa (¿otra vez los pelotas?) tendría que haber evaluado los riesgos para el prestigio del Gobierno de esos negocios peligrosamente ubicados en la zona gris entre lo público y lo privado. Y una sencilla disculpa, seguida de una rectificación, hubiera bastado para restaurar la normalidad. Pero no ocurrió. Y ahí sigue la normalidad, como un rinoceronte en el pasillo, implacable y feroz.
