Conversaba con Carlos, un taxista amigo en Madrid, a quien conocí hace años y con el que viajo siempre. Al encontrarnos, comentamos las cosas que vemos y pensamos. En este último encuentro me decía que veía una crispación creciente en las caras de las personas, palpable en su actuar, hablar y manera de sentir.
Me relataba una anécdota tremenda que ilustra esto: se montó una pasajera sulfurada. El motivo de la rabia, extraordinaria, era lo que ella consideraba un despropósito de una administración pública. Cuando mi amigo taxista –por cierto, un español que vivió mucho tiempo en Venezuela y regresó a España– iba conduciendo, chocó muy levemente con otro coche, sin tener la culpa el taxista. Cuando el otro conductor, un chico joven, increpaba a Carlos –un hombre mayor, con barba amable y sereno gesto–, llegó a llamarle cosas muy fuera de lugar. De golpe, la pasajera bajó y zarandeó al conductor que insultaba a mi amigo con tanta convicción y solvencia que se terminó pronto el altercado.
Está claro que estamos crispados, muchísimo. Todos estos cursos que se nos ofrecen por todas partes para aprender a respirar nos manifiestan la dimensión del caos cotidiano. Buda respira con ojos (semi)cerrados. Para mejor navegar, toca irnos puliendo para aprender constantemente cómo vivir y convivir. Asumamos sin tapujos que la vida es dura y, al mismo tiempo, no caigamos ni en el cinismo ni en la ingenuidad.
Para mejor navegar, toca irnos puliendo para aprender constantemente cómo vivir y convivir
Hay regalos: las invitaciones a reconocer la posibilidad, incluso la necesidad, de la búsqueda de alguna forma de equilibrio en el intento de alcanzar una grandeza, amable y asequible, que sea de tamaño humano. Aplicar cosas tan simples como ver, entender, conversar, escuchar y, como resultado, aprender. Tal vez deberíamos asumir que la grandeza es no vivir en la presión constante de querer ser un número uno. Como recuerda la magistral ranchera El rey, de José Alfredo Jiménez, “después me dijo un arriero / Que no hay que llegar primero / Pero hay que saber llegar”.
Saber llegar es importante. Saber adónde se va y por qué. Y cómo queremos llegar. Hay una frase que se atribuye a Coco Chanel (de la que hay todo tipo de versiones y atribuida a otros posibles autores) que dice que “se triunfa con lo que no se aprende”. No sé si es así de cierto, pero confieso que me resulta muy estimulante pensar que mucho de aquello que vale la pena en la vida muchas veces no es aprendido. O tal vez, se ha aprendido de modo tan sutil –en el tejido de la construcción de un ser humano: hablamos de familia y educación– que lo que se ha aprendido es invisible.
