Cumplo con la actualidad como quien se toma una medicina. Cada mañana leo editoriales, artículos de fondo, columnas. Luego pliego el periódico, apago la radio y dejo que mi gato tome la palabra. Mientras se lame una pata con disciplina monacal, me sugiere con su silencio que no hace falta escribir –no esta semana– sobre política, la guerra o la paz. Su única preocupación es la rotación del sol sobre la alfombra, cosa nada menor.
Conversar con un gato permite comprobar que el mundo sigue girando, aunque uno no participe. Mientras barre con la cola la estantería, el cosmos se reorganiza con una armonía que no da titulares. Mi compañero de piso no opina, no debate, no discute en torno a una mesa. Mide el aire, la temperatura, la distancia justa entre su cuerpo y la luz para dar con el rincón de la siesta perfecto. Con un gesto tan simple como estirarse, parece ajustar los ejes del planeta. Cuando se lustra el pelaje con la lengua rugosa, diría que toda la existencia dependiera de ese acto diminuto y rítmico que no busca aplauso ni trascendencia.
Mientras mi compañero de piso dormita, pienso en Knórozov, en los mayas, en la paciencia
Y me acuerdo de Yuri Knórozov, el lingüista ucraniano que logró descifrar la escritura maya. Vivía en un minúsculo piso de Leningrado, acompañado de su gata Asia y una botella de vodka. Entre manuscritos y maullidos halló un hilo secreto: los signos mayas no eran dibujos mudos, sino sílabas vivas. Comprendió que todo lenguaje es una red de repeticiones, una danza de formas que regresan con variaciones leves. Su gata no le reveló el sistema, pero le enseñó la paciencia del hallazgo: mirar sin esperar, atender sin exigir respuesta.
Mi gato blanquinegro tampoco habla, pero su manera de estar revela la geometría oculta de las cosas. En sus ojos ambarinos parece medirse la frontera entre lo visible y lo invisible. Mientras nosotros, pobres humanos, nos agotamos intentando explicarlo todo, él simplemente está. Esta tarde, mientras dormita sobre mi escritorio, pienso en Knórozov, en los mayas, en el vodka, en la paciencia. Toda ciencia y toda escritura empiezan así: cuando alguien deja de mirar los acontecimientos y presta atención a lo que respira a su lado.
