Lo del ego de Donald Trump, actual presidente de Estados Unidos y, a su juicio y parecer, emperador mundial planetario, revienta cualquier medidor de escala de la propia autoestima. La teoría de Freud, que fue expresada por él en alemán, suele distinguir, en latín para que se entienda (cosas de su traductor al inglés, y dejo aquí la torre de Babel freudiana), entre el id (el ello); el ego , o sea, el yo, y el superego , el superyó, pero lo de Trump, con permiso del profesor Freud, es un recontrasuperego superlativo, un caso de autoconciencia tan hipertrofiado que se diría jamás visto.
Ya no se trata solo de que esté rodeado de una corte de aduladores y pelotas que se dedican a cantar sus alabanzas todo el día. Es que él mismo se refiere a su nunca humilde persona como un genio. Es más, estoy convencido de que en su fuero interno se tiene por un modelo de modestia y contención. Él, que sin duda es el personaje más importante de la historia de la humanidad y el mejor hombre que ha conocido, apenas hace alarde de su increíble capacidad y hasta se conformaría con un sencillo premio Nobel, que en realidad no está a su misma altura, pero es que nadie, nadie, puede ser como él. Lincoln y Jesucristo, tal vez, por aquello de no parecer demasiado fatuo. Pero vamos, calderilla humana a su lado.
Este Trump desencadenado en su segundo hubiera dejado boquiabierto al mismísimo Freud
Lo de las siete guerras más una con las que ha logrado terminar lo vamos a dejar de lado, como esa manía de confundir Armenia con Albania. Nada de eso, obviamente, empaña la grandeza de un personaje que realmente es único y especial.
Que se considere a sí mismo un triunfador, un seductor y un talento portentoso no es más que, de nuevo, un ejercicio de modestia. Él cree ser mucho más que todo eso. Atractivo, guapo, rico, inteligentísimo, tremendo negociador, fuerte, valiente, brillante, intuitivo, compasivo, grandérrimo en su grandeza, se agotan los adjetivos para describir su prodigiosa mole. ¡Y con pelo! ¡No lo olvidemos! Y que mi envidia de alópata, justificada pero mezquina, no me impida admirar su peinado perfecto e inmutable. ¡Qué prodigio de arquitectura capilar!
Su confianza en sí mismo y en su talento es tanta que cualquier comparación es ociosa. Él, simplemente, está por encima de todos y es incomparable. Recuerda aquel chiste en el que un tipo le dice a otro que no cree que Messi sea tan buen delantero porque, total, a mí nunca ha conseguido marcarme un gol. Por supuesto, hay el pequeño detalle de que el individuo en cuestión jamás se había visto en una cancha con Messi enfrente. Incluso es plausible que no juegue al fútbol. Pero qué más dará… Messi nunca le ha marcado un gol…
De forma parecida, Trump habla, ríe, canta y baila mejor que nadie. Lo dicho, es incomparable. Está fuera de toda escala humana.
En fin, hemos sacado a Freud a colación, pero este Trump desencadenado en su segundo mandato hubiera dejado boquiabierto al mismísimo Sigmund, al que se le habría caído el puro de la boca. Su ello es primario y brutal, y su yo apenas ha conseguido llegar al momento de la aparición del superyó. ¡Como para hablarle a él de castración, complejo de Edipo y asesinato simbólico del padre!
Me lo van a disculpar, espero, pero se lo voy a tener que explicar con otro chiste. Procedo y que me perdonen los muchos amigos argentinos. ¿Qué es el ego? Pregunta uno. Y otro le responde: el ego es ese pequeño argentino que todos llevamos dentro. Mas al escuchar esto, un argentino se indigna y grita: “¡Ché! ¿Y por qué pequeño?”.
Lo sé, es un chiste con estrambote y bastante malo, pero es que una explicación racista, si quieren, y a todas luces banal, de lo que estamos viendo sería que el presidente norteamericano es un argentino trasplantado al cuerpo oversize de un neoyorquino. El rey de los auténticos rascacielos. Un Midas que transforma en oro todo lo que toca y que, ahí viene cuando ya no podemos reírnos, está llevando tropas militares a las ciudades demócratas y coquetea abiertamente con volver a presentarse y violentar la Constitución. Apenas algunas tímidas voces empiezan a decirle que solo es un hombre, pero resulta evidente que ni las escucha ni se lo cree. Ante su titánica figura, yo solo confío ya en Melania. Solo ella puede rebajarle algo su gigantesco, ciclópeo, colosal e inconmensurable ego.
