La edad de los miedos inventados

LA COMEDIA HUMANA

Un amigo norteamericano que habla demasiado estuvo de visita aquí en Barcelona hace poco. Siempre encuentra un pretexto para contar una de sus interminables historias. La única que recuerdo fue sobre un viaje de dos semanas que hizo en autostop a través de Estados Unidos en los años ochenta.

La recuerdo porque creo que, sin querer, me aportó un poco de luz al gran tema de los tiempos que corren, la degeneración de la democracia y el auge de la extrema derecha.

Yo hacía autostop todo el tiempo en aquella época. Por toda Euro­pa. Era joven, era alto (aún lo sigo siendo) y tenía el pelo largo, pero pocas veces tenía que esperar más de diez minutos para que alguien me recogiera. Todos mis amigos lo hacían. Y mis amigas también, muchas veces solas, como yo.

Hoy la costumbre ha desaparecido. En los varios viajes largos que he hecho desde principios de siglo en coche, conduciendo yo, por España, o Italia, o Estados Unidos, no recuerdo haber visto ni una vez a alguien haciendo dedo en la carretera. ¿A qué se debe? ¿A que la gente tiene más dinero para ir en avión, en tren o en autobús? Quizá en parte. Pero se debe ante todo al miedo, diría, a la pérdida de confianza en el prójimo y en “el sistema” en general.

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Oriol Malet

Y eso que hay bastante menos motivo para andar asustado hoy que hace 40 años. Los índices de criminalidad, sin excluir violaciones u homicidios, han bajado un montón desde aquella época. Al menos en Europa y Estados Unidos, precisamente donde la extrema derecha arrasa o amenaza con arrasar, donde la gente joven, especialmente los hombres, sucumbe a los cantos de sirena de Trump en EE.UU., o a los de Nigel Farage en Inglaterra, o de Reagrupamiento Nacional en Francia, o de Vox en España.

Existe un vínculo entre la decreciente fe en la democracia y la decreciente fe en las instituciones de Estado, alimentado por el fenómeno más revolucionario de este siglo, la proliferación de las redes sociales. Generan polarización, que genera exageración, que genera histeria, que genera desconfianza, que genera miedo, que genera odio, que genera deseo por las respuestas contundentes y simples que ofrecen los “hombres fuertes” o los partidos fuertes, cuyo principal –o único– argumento es que nos protegerán del mal.

Las redes sociales generan polarización, que genera exageración, que genera histeria, que genera odio

Como decía hace poco el presidente francés, Emmanuel Macron: “Dudamos de nuestra democracia… El debate democrático se ha convertido en un debate de odio”.

El odio, como la desconfianza y el miedo, parte de las percepciones. Como digo, en Europa y en Estados Unidos hay menos inseguridad en las calles hoy que nunca. Y, por otro lado, económicamente vamos bien. Sí, el precio de la vivienda podría ser más bajo, pero poca gente duerme en las calles o pasa hambre. Cuando he ido a mítines electorales de Donald Trump, el problema no es de malnutrición sino de exceso de grasa. Pero de percepciones vive el hombre, se basen en la realidad o no.

La verdad, por tanto, es permanentemente cuestionada. Ya apenas compartimos verdades objetivas, especialmente en el terreno político. Y por eso muchos viven en un mundo inventado, paranoico, poblado de fantasmas, típicamente con caras de inmigrantes de otra raza o religión. La extrema derecha promete acabar con el miedo que estos supuestos enemigos representan y devolvernos a la plácida homogeneidad de la que una vez, supuestamente, disfrutamos. Por ejemplo, durante la guerra civil española o la Segunda Guerra Mundial…

Otro factor a favor del sentimiento antidemocrático es, precisamente, el olvido de aquellas catástrofes, tan presentes en la generación de los que hacíamos autostop en los años ochenta, tan lejanas en las mentes de la gente joven como los tiempos de Cristóbal Colón. Hay un punto de ingenuidad aquí. O de ignorancia. Se fascinan, como los nativos con los que Colón se encontró en sus viajes a “las Indias”, con espejos y vidrios de colores. Existe un punto también de exceso de ocio, de ausencia de preocupaciones de vida o muerte. No vivimos en tiempos de crisis material. Decía el filósofo Bertrand Russell que “al menos la mitad de los pecados de la humanidad parten del miedo al aburrimiento”. El comentario es más válido hoy, cien años después, época en la que pasamos la mitad de nuestro tiempo despiertos hipnotizados por los vidrios y los colores de las pantallas de nuestros móviles.

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La extrema derecha antidemocrática ofrece la oportunidad de huir aunque sea un rato del aburrimiento y aferrarse a la emoción de una causa. La energía política ya no está en la izquierda. En Estados Unidos lo que la define es la impotencia del lloriqueo. Uno ve a los Podemos en España o a los Jeremy Corbyn en el Reino Unido y piensa: ¡qué trasnochados, los pobres! Siguen imaginándose que son los guais de la vanguardia insurgente, pero viven en el siglo XX, tan pasados de moda como el flower power o Karl Marx. La juventud es rebelde por naturaleza, y la rebeldía es terreno conquistado por la extrema derecha. ¿Rebeldía contra qué o contra quién? ¡Bah! Es rebeldía por rebeldía.

Vean una manifestación de la extrema derecha hace un mes en Londres, antigua capital de la democracia europea. A favor de “la cultura británica”, el espectáculo atrajo a unas 150.000 personas. Una protesta simultánea bajo la consigna “Enfréntate al racismo” congregó a apenas 5.000. Encuestas tras encuestas en ambos lados del Atlántico demuestran que los jóvenes se alinean con partidos cuyas ideas se acercan al fascismo de los años treinta. Cuestionan las libertades por las que tantos han dado sus vidas a lo largo de los siglos, desdeñan a las instituciones, apenas se enteran de la existencia de medios “tradicionales” comprometidos con la democracia liberal, como este.

Existe hoy un punto de exceso de ocio, de ausencia de preocupaciones de vida o muerte

Es todo, repito, fruto del aburrimiento y de miedos inventados, o al menos absurdamente exagerados. Por eso me atrae tanto la causa de los ucranianos. Es real, es en defensa de la democracia y nada tiene que ver con el aburrimiento, o con falsedades. Voy allá y, pese al horror y al sufrimiento, tengo la sensación de que, después de tanta necedad y estupidez aquí, me estoy dando un baño en agua fresca. Muchas veces, medio en serio, me lo pienso: para volver a poner los pies en la tierra no nos vendría mal una crisis de verdad; para recuperar la idea de una realidad compartida necesitamos una buena guerra.

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