Como voy a ser crítico con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, confieso de antemano ser atlantista y pronorteamericano. Lo remarco siendo consciente de que una parte de la sociedad en España no lo es y que la cultura antiyanqui sigue teniendo su peso específico político y social. Les aseguro que no es mi caso.
La historia de EE.UU. está marcada por una vocación imperial. Desde su expansión territorial en el siglo XIX hasta el liderazgo mundial en el siglo XX, la nación norteamericana se comportó como una potencia hegemónica global, ejerciendo influencia política, militar y económica sobre todos los continentes. Con la caída del muro de Berlín y la desintegración definitiva del bloque soviético, acentuó su superioridad en todos los ámbitos. A lo largo de décadas y décadas ha sido pues un imperio en todo menos en el nombre y en la inexistencia de un emperador.
Con el regreso al poder en el 2025 del presidente Trump, EE.UU. sigue siendo un imperio sin nombre, pero ya con emperador. Es cierto que por rigurosa cortesía hay que subrayar el respeto debido al actual inquilino de la Casa Blanca por haber sido elegido libremente en las urnas. Pero también es cierto que en consideración al principio de que la libertad política acaba con la posibilidad de engendrar despotismo (Tocqueville en su obra Democracia en América ), el imperio norteamericano ha comenzado a parecerse cada vez más a las viejas dinastías que, entre el esplendor y la corrupción, confundieron el interés público con la voluntad del emperador.
Si recurrimos a las características históricas de un emperador, este concentraba la máxima autoridad de gobierno, usando la fuerza (ejércitos y policía), el poder legislativo y la administración pública hasta ostentar un poder absoluto. ¿Acaso alguien duda de la concentración de poder en manos de Donald Trump? Controla el Tribunal Supremo y, más allá de la paralización del Gobierno por falta de votos en el Senado para una ley presupuestaria, domina ambas cámaras con el agravante del actual estado vegetativo del Partido Demócrata. Y allí donde un gobernador demócrata le planta cara, el emperador envía a la Guardia Nacional. Por no hablar del vasallaje que exige a medios de comunicación y universidades.
La política exterior de Trump refleja desvergonzadamente el concepto supremacista de su autoridad
A lo dicho hay que sumarle el hecho de que empresas familiares y su marca personal siguen orbitando en torno al poder político, convirtiendo la Casa Blanca en una extensión de su imperio económico. La superpotencia americana, antaño sostenida por una estructura de pesos y contrapesos (checks and balances), corre el riesgo de mutar en una autocracia revestida de democracia formal. Con un emperador que se concibe a sí mismo como la personificación de la nación, donde la lealtad al líder reemplaza la fe en la Constitución y la erosión silenciosa de las instituciones va dividiendo el país en bandos irreconciliables. Un emperador que, como Calígula (ignorante y tiránico), ha poblado su gobierno de leales más que de competentes. Si la historia nos ha enseñado algo, es que los imperios, por más grandiosos que sean, comienzan a caer cuando confunden el poder con la propiedad.
La historia nos recuerda también que la dignidad del emperador era superior a la de rey e implicaba tradicionalmente el dominio sobre diferentes reinos o naciones. La política exterior de Trump refleja desvergonzadamente el concepto supremacista de su autoridad. Nadie sabe cómo va a acabar el acuerdo de paz entre Israel y Palestina (firmado en Sharm el Sheij por los mediadores, no por los contendientes), pero más allá de agradecerle a Trump que el espectáculo en su honor y gloria (¿por cierto, qué caray hacía el presidente de la FIFA en esa cumbre?) haya ahorrado muertes y terror en Oriente Próximo (ojalá que se repita en Ucrania), su actitud plasma sus esencias autocráticas. Sumisión y mando son sus divisas. Las mismas que refleja el público visado para que la CIA actúe en Venezuela. Desvergüenza, y también ignorancia, reflejadas en sus propuestas de expulsión de España de la OTAN o de aranceles sin tener en cuenta lo que dice el tratado de Washington respecto a la Alianza Atlántica o la condición de mercado único en el caso de la UE.
¡Definitivamente, un emperador se ha instalado en la Casa Blanca!
