Sobre el aborto... todavía

Todo empezó con el apoyo del Ayuntamiento de Madrid a una propuesta de Vox para informar sobre un supuesto síndrome postaborto, no avalado por la ciencia, pero más que probable por mínima humanidad que tenga una. Aunque el alcalde Martínez-Almeida rectificó rápidamente el embrollo en que se había metido su grupo, Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez se incorporaron a la polémica raudos y veloces como una gacela, no hubiera sido que las brasas del conato de incendio se apagasen antes de causar algún daño social. Y es que pudiendo dedicarse al enfrentamiento y la polarización, ¿quién ocupa su tiempo en hacer el bien?

El oportunismo político del presidente Sánchez es conocido y seguramente inevitable. Ante las dificultades políticas y judiciales que afronta su agenda diaria, hay que aprovechar cualquier torpeza de los adversarios, a costa de lo que sea y de quien sea. Más difícil resulta comprender lo de Díaz Ayuso, pues, además de sus continuos cambios de criterio –en el aborto ha pasado de defender el derecho para las adolescentes de 16 años a proclamar “¡que se vayan a abortar otra parte!”–, la presidenta exhibe siempre una retórica agresiva y frentista, que hace tiempo que rebasa lo tolerable en una sociedad democrática, que tiene como máxima aspiración la convivencia en paz.

MADRID, 28/09/2025.- La secretaria política de Podemos y eurodiputada Irene Montero se dirige a medios de comunicación durante la concentración celebrada en Madrid, este domingo, bajo el lema 'Aborto libre para todas' frente al ministerio de Sanidad. EFE/ Víctor Lerena

  

VÍCTOR LERENA / EFE

Porque en una democracia madura, el uso público de la razón y la discrepancia deben estar permitidos a todo el mundo. Pero, como aprendimos de Adam Smith cuando, hace ya casi tres siglos, teorizó sobre los sentimientos morales, no es posible razonar sin empatía, esto es, sin la capacidad de ponerse en la piel del otro. Y en el tema del aborto, como en cualquier tema importante relacionado con la vida humana, una cosa es reflexionar en abstracto –o en un mitin– y otra muy distinta es que te afecte a ti directamente.

Lo cuenta Pauline Harmange, en su último libro He avortat. Una història íntima d’interrupció voluntària de l’embaràs. Aunque feminista, anarquista y proabortista radical, la escritora francesa, capaz de escribir que “pasaron diez días exactos entre el test de embarazo positivo y el embrión en el fondo del váter”, también cuenta que incluso para ella la decisión fue extremadamente difícil, que se sintió sola y con ganas de llorar, preguntándose hasta qué punto no había fallado a la idea de maternidad en la que había sido educada desde niña; hasta qué punto con su decisión no habría sido demasiado egoísta o incluso si no había sido una irresponsable por haber descuidado su sistema anticonceptivo aquella noche tonta. Convencida de que “sin útero no hay opinión”, Harmange reconoce también que formó la suya después de escuchar la del hombre que ama, a su vez progenitor de la vida que finalmente decidió interrumpir. En circunstancias normales, ¿acaso podría ser de otro modo?

Mande quien mande, hay que asegurar a las mujeres un entorno profesional y social sereno, empático y resolutivo

Desde la aprobación de la Constitución, en 1978, España acumula, no sin dificultades y tropiezos, casi cincuenta años de progreso y relativa concordia. Afrontó por primera vez el tema del aborto en 1985, con una ley de supuestos que se modificó primero en el 2010 y por último en el 2023. Como ha precisado atinadamente Núñez Feijóo –permítanme que, para una vez que el hombre acierta, le cite–, en nuestro país este ya no es un tema. Y no lo es, no porque no sea controvertido, que lo es, sino porque muchos de los que moralmente tenemos reservas, por compasión y sentido de la realidad, preferimos contemporizar y no juzgar a nadie.

De ahí lo violento de los rebuznos de Díaz Ayuso y lo inaceptable del oportunismo de Sánchez. Le guste o no, la presidenta debe implantar sin demora el registro de profesionales que no quieran practicar un aborto, pues es su obligación proteger tanto la conciencia de los profesionales como la correcta prestación del servicio público de interrupción del embarazo. Sánchez, por su lado, debería ser más cauto en su afán por resistir en la Moncloa y recordar que, para progresar en los grandes temas, siempre será mejor el gradualismo que consensúa, que la audacia que enfrenta.

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Porque, aunque a ambos les resulte increíble, su tiempo pasará, y, sin embargo, mujeres en la encrucijada de abortar las seguirá habiendo. Mande quien mande, es nuestra responsabilidad asegurarles un entorno profesional y social sereno, empático y resolutivo. Por eso escribo.

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