Cientos de miles de personas, sin conocernos de nada, seguimos el recorrido de dos pequeñas lágrimas por la mejilla de una joven pianista japonesa que interpreta el Op. 28, n.º 15 de Chopin. Se trata, precisamente, del preludio conocido como Gota de lluvia, proclive al agua, según se ve. Lo entenderá, amable lectora o lector, si escucha usted la pieza, aprovechando las ventajas de la era tecnológica. Si se fija, notará que por debajo de la melodía que ha empezado con aire inocente, casi primaveral, una nota la no deja de repetirse como si nada. Oirá también que, el preludio, impulsado por ese ostinato –o notita obcecada como una gota–, se está volviendo amenazante, y en cuestión de segundos sentimos los bocados de una desazón que nos arrastra, un acorde tras otro, sin escapatoria, al centro de una tragedia existencial musical que nos haría arrancarnos el pelo a mechones, aquí mismo, si no fuese porque otro giro inesperado diluye la tormenta en pianísimo, con un retorno de la melodía, que acaba muriendo con una suavidad infinita. Y apáñatelas como puedas con el corazón carcomido en cinco minutos.
No es de extrañar que Chopin compusiera este viaje de ida y vuelta, de la luz a los infiernos, soñando entre la vida y la muerte. Contó George Sand que un día, al regresar ella a su casa de Mallorca, en plena tormenta, encontró al genio sentado al piano, componiendo, adormecido y febril, convencido de estar muerto. “Se veía a sí mismo flotando en un lago; unas gotas de agua pesadas y frías caían lentamente sobre su pecho”.
Nakagawa se ha fusionado con la música que toca, o se la ha tragado y ya forma parte de su cuerpo
Hoy, a Yumeka Nakagawa, de 24 años, se le escapan las lágrimas interpretando esta pequeña bomba musical en el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin, en Varsovia. Se diría que se ha fusionado con la música que toca, o se la ha tragado y ya forma parte de su cuerpo. No gana ningún premio, pero una multitud de personas, de cualquier lugar del mundo, observamos con atención esas dos gotitas transparentes que se derraman de uno de sus párpados entrecerrados, sortean las gafas, se deslizan por la mejilla, el mentón, hasta llegar al cuello, donde quedan suspendidas como delicadas estalactitas.
La japonesa redondea con sus lágrimas virales un contubernio misterioso de gotas de agua, ciento ochenta años después de aquellas lluvias mallorquinas.
