He visto en YouTube, entera, la ceremonia que el día 13 reunió en Sharm el Sheij a Donald Trump con 27 líderes de otros tantos países. Teóricamente, les convocó para agradecerles su apoyo al presunto fin de la guerra en Gaza. Pero, de hecho, los quería como palmeros en el autobombo con el que escenificó su poder.
Trump consolidó su popularidad en EE.UU. gracias al espacio televisivo El aprendiz, que presentó desde el 2004 hasta el 2015, un año antes de ganar sus primeras elecciones. En tal programa, y basándose en su supuesta condición de genio de los negocios, ejercía como juez de un grupo de aspirantes a alto ejecutivo y los despedía al grito de you are fired! Este formato de telerrealidad debió parecerle estupendo, porque ahora, siendo presidente, lo usa regularmente. Ya sea cuando recibe a Zelenski o Ramaphosa o Netanyahu en la Casa Blanca, y los humilla ante la audiencia mundial. O en Sharm el Sheij, donde, al magnificar una paz frágil, urdida sin los palestinos, ofendió a varios líderes y desbocó su vanidad.
Trump saluda a Meloni en la cumbre por la paz en Gaza
Dijo de Irak, por ejemplo, que tenía mucho petróleo, pero añadió, en presencia de su premier Al Sudani, que sus dirigentes no tenían ni idea de qué hacer con él; dijo a los mandatarios alineados a su espalda: “Vais a ser famosos” –por estar cerca de él–; se mofó de Macron porque había preferido sentarse en la platea; se explayó piropeando a la “hermosa” Meloni... Y se echó muchas flores, proclamando ante sus invitados, ya meros vasallos en un besamanos: “El único que importa soy yo”.
A Trump le gusta ejercer la presidencia como si estuviera en un reality show, en un programa de telerrealidad. A tal fin, trata de borrar las fronteras entre verdad y mentira, entre lo real y lo virtual, lo espontáneo y lo amañado, para crear un escenario a medida, donde actúa de modo errático e impune. Poco a poco, ha ido creyéndose su propio personaje, siempre pegado a una cámara, en el despacho oval, en el Air Force One o en cumbres globales, retransmitido todo ello a teles, ordenadores y móviles.
La cuestión es estar el mayor tiempo posible en antena, engordando la fama. Porque la fama, la celebridad, equivale hoy a poder y, para afianzarla, todo parece valer. “Vamos a ver unos buenos minutos de televisión”, pronosticó poco antes de machacar en febrero a Zelenski en la Casa Blanca, ante las cámaras.
Trump actúa en la escena global como si todavía estuviera presentando su programa ‘El aprendiz’
En su artículo sobre la telerrealidad, Wikipedia recoge las críticas que ha merecido este género, por engañoso o fraudulento, ya que presenta como realidad situaciones artificiales, en las que los participantes son conminados a actuar de un modo determinado, y saben que quizás se les humille, a cambio de exhibir sin recato su zafiedad.
Se comprende que Trump quiera ejercer la presidencia en el marco de este género televisivo, ya que se reserva el rol de director del programa. Pero se comprende menos que tantos líderes mundiales bailen el agua a quien les menosprecia y tiene el cuajo de presentarse como príncipe de la paz tras rebautizar el Departamento de Defensa de EE.UU. como Departamento de Guerra.
Al igual que en las casas del Gran Hermano o en las islas de los famosos, lo que ocurre en el reality de Trump no se corresponde precisamente con lo verdadero ni con lo real. Para Trump, los emigrantes son terroristas, los progresistas son lunáticos y los presidentes de ciertos países son narcos (ahí quizás no yerre). Su paz en Gaza será recordada, dice, como algo “monumental en la historia del mundo”. Porque esa Gaza arrasada bajo cincuenta millones de toneladas de cascotes recuperará, añade, “las bases de una buena vida” y se convertirá en resort de ensueño (pelotazo inmobiliario mediante).
Ya nos gobierna el reality show global de Trump, nieto de un emigrante alemán que montó restaurantes con ladies rooms, hijo de un tiburón inmobiliario, empresario de casinos, de Miss Universo y, ahora, de su firma de criptomonedas: un tipo “increíble” –su adjetivo recurrente para calificar a los reunidos en Sharm el Sheij–, y no por sus méritos, sino por la dimensión de su cinismo.
