El paraíso puede esperar

LA COMEDIA HUMANA

Saludos desde el paraíso. Escribo, este viernes, desde un hotel de lujo en Stellenbosch, pueblo con casitas como de cuento de hadas en una región de viñedos y montañas y clima mediterráneo y comida fantástica en la punta sur de África. El fin de semana, cuando ustedes estén leyendo esto, me habré mudado 45 minutos al sur en coche, a Ciudad del Cabo, urbe rodeada del entorno natural más majestuoso que conozco.

Pasaré sábado y domingo allá con una amiga sudafricana bella, inteligente y vivaz, de origen italiano. Su casa tiene vistas al océano y a aquel imponente pedazo de roca llamado Table Mountain. Mi amiga también tiene propiedades en las Seychelles y en Londres. ¿Cambiaría mi humilde vida por la suya? No.

Ya viví aquello, o algo parecido. Fue durante los seis años que estuve de periodista en Sudáfrica, de 1989 a 1995, cubriendo el final del apartheid, la transición a la democracia y la coronación de Nelson Mandela como presidente. Tenía una casa con piscina en Johannesburgo y un piso en Ciudad del Cabo. Cuando salía a la terraza del piso veía las olas rompiendo contra las rocas. El agua salada del Atlántico me salpicaba la cara. Comer una docena de ostras acompañadas de un excelente sauvignon blanc salía más barato que una caña y un plato de calamares a la romana en Cádiz. ¡Qué bien que vivíamos los blancos allá en aquellos tiempos! ¡Qué bien que vivíamos los corresponsales extranjeros!

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ORIOL MALET

Las redes sociales no habían llegado y aún no éramos una especie en extinción. Ganábamos lo mismo, o incluso más, que un fontanero. Ser corresponsal era casi como ser diplomático. El diario te pagaba la vivienda, el coche, las comidas fuera, los viajes y el cole de los chicos, si los tenías. Solo que nosotros trabajábamos cinco veces más, exponiéndonos a más peligros. Y a más miseria, porque meter las narices en el mundo de los pobres era nuestra labor cotidiana.

Ese es el tema, la miseria. Es por eso que no cambiaría mi vida por la de mi amiga en Ciudad del Cabo. Ella vive como una reina, pero, como si de tiempos medievales se tratase, solo tiene que alejarse unos minutos de su pequeño palacio para que le invada los ojos un mar de chabolas, ciudades paralelas de lata, plástico o madera donde vive la mayor parte de la población de su país, todos negros, treinta años después del final del apartheid.

En el hotel donde estoy debe de haber tres veces más empleados por huésped que en cualquier hotel equivalente en Europa, todos muy serviciales y sonrientes, agradecidos de tener trabajo en un país donde la mitad está en el desempleo. Pero no puedo dejar de pensar en que el baño de mi habitación debe de ser más grande que la choza en la que vive la señora que acaba de llegar a llevarse mi ropa a la lavandería.

¿Cambiaría mi vida por el lujo? Que convivir con el miedo sea normal no tiene compensación posible

Me costaría tener que volver a enfrentarme a semejante choque económico y cultural todos los días. Es dura la imposibilidad de no olvidar jamás lo afortunado que uno es comparado con la mayor parte de la gente que le rodea. Mi amiga me responde que vivir aquí en Sudáfrica te hace menos hipócrita que en los países ricos del norte. Que te da una visión más real de los desequilibrios y las injusticias que hay en el mundo. Si vives en Europa, con la pobreza extrema a miles de kilómetros de distancia, se te ofrece la posibilidad, me dice, de imaginarte que no existe.

Bien. Pero el precio que ella paga es vivir bajo la sombra de la criminalidad. No. No que te roben el reloj, o el móvil o la bolsa y salgan corriendo. Que te roben el reloj, el móvil o la bolsa y te peguen un tiro, o un machetazo. O que de paso te violen. Es lo que ocurre donde una clase media grande vive rodeada de una vasta constelación de pobreza, como en Sudáfrica y también en México, otro país en el que he vivido. En tales circunstancias la delincuencia es tan previsible como que dos y dos son cuatro.

Anoche fui a cenar en la mansión de una pareja blanca, magnates de la minería. La propiedad estaba rodeada de una valla electrificada. En la entrada, a medio kilómetro de la casa, había dos tipos con pistolas. El camarero negro que nos servía el champán vestía esmoquin; los invitados y los anfitriones íbamos en vaqueros. En las paredes del comedor había cuadros del Renacimiento italiano. En su casa en Londres­, donde pasan parte del año, los dueños tienen un Caravaggio. ¿Cambiaría mi vida por todo esto­? Tampoco. Que convivir con el miedo sea normal no tiene compensación posible.

Ser pobre en EE.UU., una sociedad sin perdón, es vivir sin dignidad, sin apoyo estatal si las cosas te van mal

Sudáfrica merece una visita. Es un país con una naturaleza extraordinaria. Y es estimulante. No hay lugar, que yo sepa, donde exista una gama más amplia de gente buena y de gente mala. He dado aquí, en todos los ámbitos y de todos los colores, con las mejores y las peores personas del mundo. ¿Pero para vivir? No quiero habitar con los extremos, entre pobreza y riqueza, nirvana e infierno.

Nada como viajar para entender lo afortunado que uno es de vivir en Europa. A veces me hago una pregunta. Si volviese a nacer y pudiese elegir dónde, sin saber qué tipo de familia o clase social me tocaría, ¿qué país elegiría? Después de haber vivido en Sudáfrica, México, Argentina, El Salvador, Nicaragua, Estados Unidos, Inglaterra y España, lo tengo claro.

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Los únicos rivales de España que se me ocurren, seas rico o pobre, serían quizá Italia o Grecia. ¿Estados Unidos? Ser pobre allá, una sociedad sin perdón, es vivir sin dignidad, sin apoyo estatal si las cosas te van mal, sin siquiera atención médica. Con o sin Trump, no quisiera haber nacido allá.

Lo que me irrita de España es la cantidad de gente que no se da cuenta de la enorme fortuna que tiene. Donde yo vivo, Barcelona, es quizá de toda España donde más quejicas hay. ¿No ven que, como el lugar desde el que escribo ahora, es un paraíso lleno de casas de cuento de hadas en una región de viñedos y montañas y clima mediterráneo y comida fantástica? Con la diferencia de que existe un equilibrio entre pobreza y riqueza, entre orden y saber vivir, que no he visto ni en los otros siete países en los que he vivido, ni en los sesenta, ya que estamos, que he visitado como periodista. No, nens. Aunque les duela reconocerlo, aunque les arruine la fiesta de indignación, se lo digo: no hay nada similar, nada tan saludable para el espíritu, en ningún lugar de la Tierra.

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