Pocos días antes de conocerse el ganador del Nobel de la Paz y cuando Trump todavía andaba atareado escribiendo mensajes favorables sobre su capacidad pacificadora, se entretuvo en lanzar una andanada contra Greta Thunberg. Le dijo que tenía problemas para controlar su ira y le recomendó ir al médico para dominarla. A lo que Thunberg respondió que, a juzgar por su historial, él también estaba aquejado por ese problema.
Lo cierto es que la hemeroteca proporciona numerosos ejemplos de la pérdida de control de Trump cuando se enfada. Por citar solo algunos recientes, si un periodista en rueda de prensa le pregunta algo que considera no pertinente, le contesta siempre con desprecio. O pierde los estribos con Zelenski en una reunión en el despacho oval porque no le muestra suficiente agradecimiento. O califica a la CNN de escoria en una reunión en La Haya.
Trump es incapaz de gobernar sus expresiones verbales cuando está bajo la mezcla apremiante del enojo, de la frustración y de lo que él considera un agravio hacia su sublime persona. Tal vez es un exponente del ser humano occidental del siglo XXI. Un ser humano iracundo, cuya indignación se ve favorecida por la amplificación y el anonimato de las redes sociales, por la polarización ideológica que convierte las discrepancias en ofensas personales, por la cultura de la inmediatez que dificulta la reflexión pausada y facilita las reacciones impulsivas y por una sociedad que aplaude la expresión emocional pública.
Trump tal vez es un exponente del ser humano occidental del siglo XXI, un ser humano iracundo
En su libro La ira y el perdón, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum denuncia la presencia de la ira en los discursos públicos contemporáneos. Explica que cuando los líderes alimentan la ira colectiva, erosionan la democracia, porque la vida pública se convierte en un escenario de resentimiento.
Eso hace Trump. Por ejemplo, cuando en un discurso ante altos mandos militares en Quantico utiliza expresiones como “enemigo interior” y parece que esté incitando a la guerra civil.
En nuestros lares, también tenemos ejemplos de esta forma de hacer política. Uno paradigmático es Díaz Ayuso. Ella no pierde el control, pero usa un lenguaje colérico que mina la democracia. Cuando disimula un “hijo de puta” con un “me gusta la fruta”, cuando dice que el presidente Sánchez “ha colado una dictadura por la puerta de atrás” o cuando califica a adversarios políticos de “mafiosos y estalinistas”. En fin, ni Trump ni Ayuso son merecedores de ningún premio que apele a la paz y en cualquier caso son un peligro para la democracia.
