Se ha hablado mucho, estos pasados días, de las virtudes que atesoraba Lluís Permanyer, que nos ha dejado después de una larga, fértil, formidable trayectoria como cronista de la vida barcelonesa, así como de los edificios, las historias, las curiosidades y los secretos de la ciudad. En estas mismas páginas se han escrito diversas glosas y valoraciones de la aportación de Permanyer al periodismo y a Barcelona. No sabría añadir nada interesante a lo que ya se ha escrito, salvo constatar que nuestra Vanguardia pierde una figura insustituible. Permanyer tenía el mapa del alma de Barcelona. Lo exploraba con pulcritud y lo describía con amenidad, delicadeza y precisión.
Apenas tuve relación personal con Permanyer. Coincidimos sólo unas tres o cuatro veces en la luminosa y amplia planta séptima de Diagonal 477, y siempre casualmente. Yo buscaba, pongamos por caso, a las compañeras de la sección de opinión, que habían cambiado de sitio por una nueva disposición de los grupos de redactores. Avanzaba saludando o conversando brevemente con varios compañeros y, muy cerca de donde ellas estaban, en un lugar apartado y discreto, vi a Lluís escribiendo; le saludé de lejos, por no molestarle. Pero, en lugar de permanecer sentado y seguir haciendo su trabajo, Lluís Permanyer se levantó, se acercó y me dio conversación como ofreciéndome todo su tiempo.
Lluís Permanyer
Llevaba una corbata de colores discretos y un pullover de punto, sin mangas. Me impresionó su rostro envejecido, manchado de lentigos, sugestivo y poderoso: la melena de león, las cejas rusas, el bigote de coronel británico en la reserva. Hablaba despacio, con voz tenue, claridad pedagógica y una formalidad exquisita, que ya no se estila. Al poco rato de hablar con él, comprobé que, al margen de su inteligencia y de sus conocimientos, Permanyer era un tipo esencialmente generoso, interesado en la vida de los demás, aunque fuera la de un escritorcillo de provincias como yo.
Las pocas veces que hablé con él respondieron al mismo esquema: justo después del saludo, citaba un artículo mío para elogiarlo. A continuación, yo recordaba alguna pieza barcelonesa suya que me había encantado. Pocos segundos después de haber empezado, la relación ya se había forjado en el reconocimiento, que es el prólogo de la empatía.
En los tiempos actuales, las dos formas de relación más habituales son la arrogancia y la indiferencia
Ahora se habla mucho de empatía, pero se utiliza esta palabra para definir la actitud de uno que está en posición confortable o superior y que se interesa por alguien que lo está pasando mal. A eso, yo lo llamaría compasión. Entiendo la empatía, en cambio, como el gesto de ponerse en la piel de los demás, no porque los demás estén sufriendo, sino porque suscitan tu interés.
En la era del narcisismo, es difícil entender que una persona valiosa, con una formidable maleta de anécdotas y conocimientos importantes, se interese sinceramente por la vida y las cosas de los demás. Creo que esta era, precisamente, la principal de las muchas virtudes que Lluís Permanyer atesoraba. Aunque era portador de un gran cargamento intelectual y anecdótico, lo primero que le interesaba es lo que decía su interlocutor. Sentía curiosidad, practicaba la deferencia. Tenía muchas cosas que contar, pero su gesto inicial era escuchar y reconocer.
En los tiempos actuales, las dos formas de relación más habituales son la arrogancia y la indiferencia. Ambas actitudes coinciden en la afirmación del yo; y en el desprecio del otro: la arrogancia muestra, amenazadora, la espada del yo. La indiferencia no se muestra agresiva, pero se desplaza con escudo protector. Lo habitual hoy en día es atravesar la realidad con armadura para protegemos del entorno, percibido como hostil. La metáfora de la indiferencia es la máscara sanitaria, que nos protege de los demás, portadores de peligrosos virus.
Al indiferente no le interesan los demás. Se basta consigo. Como Max, el personaje de la famosa serie de televisión Succession, que se burla de sus hermanos porque necesitan cariño: “Soy como una planta que crece en la piedra, yo no necesito amor”. Lluís Permanyer era exactamente lo contrario: tendía al cariño, a la magnanimidad, a la cordialidad. Quizás también por eso ha sido tan sinceramente llorado en estos días en los que las llamas de la arrogancia, el orgullo y la indiferencia están incendiando el mundo.
