Ha pasado lo que tenía que pasar. Era inevitable que en una legislatura en la que la mayoría depende literalmente de un voto, alguien tratara de apuntarse el tanto de ser quien retira la confianza a Pedro Sánchez. Y antes de que lo hiciera Podemos, para reivindicar que son más de izquierdas que nadie, lo ha hecho Junts, para tratar de mostrar que son más independentistas que nadie. La decisión del partido de Carles Puigdemont de romper la colaboración con el PSOE y dar por finiquitado el bloque de investidura no sorprende. Es la consecuencia lógica de una legislatura sostenida sobre una cuerda floja y un pacto lleno de desconfianza mutua.
Junts había dicho y repetido en campaña que no investiría a Pedro Sánchez. Pero al final, por el temor a una repetición electoral que diera la mayoría a PP y Vox, selló un pacto con el PSOE dejando claro que siempre cobraba por adelantado. La prioridad política de entonces era la ley de Amnistía, la pieza central que justificaba apoyar la investidura y que solo podía salir adelante si el PSOE se mantenía en la Moncloa. Ese objetivo se logró, al menos sobre el papel. Pero su aplicación se ha embarrancado en los tribunales, convertida en un campo de batalla judicial donde las expectativas iniciales se han ido demorando.
Es cierto que el balance tras dos años de apoyo a Sánchez es, en términos objetivos, muy discreto. Ni el catalán ha sido reconocido como lengua oficial en la Unión Europea, ni se han delegado competencias en inmigración, ni la amnistía se aplica con la celeridad y el alcance prometidos. Eran las tres grandes banderas que los de Puigdemont habían enarbolado como prueba de su capacidad negociadora, y ninguna ondea hoy con fuerza.
Y el PSOE replicará que el fracaso en Europa es culpa de Alemania, que la obstrucción de la amnistía no depende del Gobierno y que el fiasco en inmigración se debe al veto de Podemos. Pero eso poco consuela a un electorado al que se le prometieron resultados tangibles que hoy no lucen.
La ruptura llega, además, en un momento político muy cargado. Se respira ya un ambiente preelectoral y, cuando eso ocurre, los partidos aceleran su táctica para reafirmar el relato. Con unas elecciones municipales a la vuelta de la esquina, Junts ha entrado en pánico ya que los estudios demoscópicos muestran con claridad que Aliança Catalana les pisa los talones y que el efecto de Sílvia Orriols puede ser devastador para sus intereses. Ante esa amenaza, la dirección juntera parece haber concluido que la mejor forma de frenar la hemorragia es erigirse como fuerza capaz de desestabilizar al Estado. Sin embargo, este volantazo puede ser un gesto estéril que ni mejore los intereses de Catalunya ni refuerce la credibilidad del partido ante el electorado que pretende seducir.
Si la legislatura se rompe, el independentismo podría enfrentarse a un escenario mucho más adverso
El partido de Puigdemont es, en cierto modo, prisionero de su propio relato. Lleva años construyendo una identidad basada en la idea de que son más exigentes, más coherentes y más audaces que el resto del independentismo. Y esa necesidad de diferenciarse los empuja a escenificaciones cada vez más arriesgadas, como un equilibrista al que ya no le basta con caminar sobre la cuerda, sino que ahora promete hacerlo sin red y a la pata coja.
Es difícil imaginar que Junts tenga mejores cartas bloqueando la legislatura que exprimiendo la necesidad política de Pedro Sánchez. Al romper, pierden capacidad de influencia, mientras el presidente puede ahora presentarse ante su electorado como un líder que ya no está sometido al dictado de Puigdemont, tal como reclamaban algunos barones socialistas y una parte del voto moderado. Paradójicamente, Junts puede haber hecho un favor a Sánchez, liberándolo de la imagen de dependencia que tanto desgaste le causaba.
La decisión de desmarcarse del PSOE puede ser leída como el mayor empujón para facilitar una posible victoria del PP y de Vox. Si la legislatura se rompe definitivamente y se precipitan unas elecciones generales, el independentismo podría enfrentarse a un escenario mucho más adverso. Un Gobierno condicionado por la ultraderecha difícilmente ofrecería avances en materia de autogobierno, lengua o financiación. En ese contexto, la jugada de Junts podría acabar siendo un mal negocio electoral para ellos y un pésimo escenario para los intereses de Catalunya.
