“El gran editor me llamó a su despacho”. En esa primera frase de Personaje secundario. La oscura trastienda de la edición, ya se nota que, además de haber sido editor, Enrique Murillo es un escritor. Concretamente, narrador: sabe que un buen relato siempre debe tener intriga, aunque sea imperceptible, como la sal o la levadura en la cocina. ¿Y qué es la intriga? Una pregunta. Que puede ser muy sencilla (¿qué querría el gran editor?), pero suficiente para asegurarse de que, por curiosidad, vamos a seguir leyendo. Hecho esto, nos pone en antecedentes. Sobre la época: 1969, en pleno franquismo. Sobre él mismo: un periodista barcelonés de veinticinco años, intentando mantener a su familia (dos hijos y uno más en camino, en un matrimonio de capa caída). Sobre el editor en cuestión: Carlos Barral, uno de los más influyentes del momento. Tras lo cual vuelve a la intriga: ¿para qué le llamaba?
A Murillo le habían encargado que opinara sobre una novela en manuscrito. Entregó un informe “lapidariamente negativo,”, dice, lleno de “furia y desprecio”. Si el gran editor quería verle, solo podía ser para despedirle… Pero se iba a llevar dos sorpresas. Una, que Barral estaba de acuerdo con él: el autor del libro “no es muy buen novelista”, le dijo, “y esta es su peor novela”. La segunda fue aun mayor: “Es tan mala como dices. Pero voy a publicarla”. ¿Por qué?
Enrique Murillo
Les he hecho medio spoiler; no lo voy a hacer completo. Solo voy a decir que de Personaje secundario se deduce que las editoriales no publican los libros porque les parezcan buenos. O sí, pero no es lo fundamental. Cuentan más otros motivos: la expectativa de vender, como es lógico (lo recalca Murillo: sin ventas suficientes, por mucha que sea la calidad literaria, la editorial se va a pique); la afinidad ideológica, y que autor y editor (lo digo en masculino porque el mundo que retrata Murillo es de hombres en un 90%) suelan ir juntos de copas. Barral alegó, con toda crudeza, uno de ellos. Si quieren saber cuál, lean el libro.
El retrato que pinta Enrique Murillo de lo que era la literatura española a fines del franquismo es bastante desolador. Novelas provincianas, costumbristas (un tipo de literatura que la generación joven llamó, con desdén, “la berza”). O realismo social: “Toda esa novela bienintencionada pero mal encaminada que trató de servir para una sola cosa, acabar con la dictadura de Franco”, en palabras de Murillo. O una tendencia experimental, pretenciosa e indigesta…
Enrique Murillo pinta un retrato bastante desolador de la literatura española a fines del franquismo
Leer lo que se estaba publicando en otros países: la narrativa en lengua inglesa, el boom latinoamericano… permitió a Murillo, como a muchas y muchos de nosotros, explorar otras formas de escritura. Yo recuerdo el deslumbramiento que supuso, justo antes o unos años después de la muerte de Franco, descubrir a Cortázar, Borges, Vargas Llosa, García Márquez, Cristina Peri Rossi o Felisberto Hernández: una literatura escrita en español, pero con un toque cosmopolita, juguetón, fantasioso, o una maestría narrativa, que no encontrábamos en un Delibes, un Goytisolo, un García Hortelano.
Murillo nos recuerda su propio papel en impulsar el cambio: como mano derecha de Jorge Herralde en Anagrama, apostó decididamente por esa corriente más moderna. Cuyo texto fundacional suele considerarse que es el de Eduardo Mendoza La verdad sobre el caso Savolta, publicado (sin intervención de Murillo) en 1975. Una novela furiosamente (y deliciosamente) narrativa, con ingredientes periodísticos, históricos, detectivescos, y mucho sentido del humor.
A mí, de todos modos, me parece que estamos olvidando otra obra fundacional: la de Esther Tusquets El mismo mar de todos los veranos (1977), iniciadora de una corriente que ha tenido, también, muchísimo recorrido, la del relato autobiográfico intimista, introspectivo, practicado sobre todo por mujeres, centrado en las relaciones personales, y con mujeres como protagonistas (el género al que yo misma me adscribo).
En cualquier caso, Murillo, escritor notable, editor inteligente y cálido, de agradabilísimo trato, aporta con este libro, ameno, interesante, entretenido, una pieza fundamental al puzle de nuestra historia cultural de las últimas décadas.
