Veo a un antiguo vecino que se jubiló hace cinco años e invirtió sus ahorros en una casita de pueblo donde ahora cuida de su anciana madre. Tiene un jardín diminuto, un gran pino plantado hace años por los antiguos dueños y serios problemas con los pájaros que anidan en él. La corrosión de los excrementos ha provocado desperfectos en el tejado. El asma alérgica de su madre se ha recrudecido desde la invasión desproporcionada de aves. Como es un tío sensible tanto a la necesidad de protección medioambiental como a las multas, ni se plantea exterminar los nidos a cañonazos. Acude al Ayuntamiento, donde le dicen que ha de solicitar permiso para trasladarlo a otra ubicación segura.
Madre e hijo viven con dos pequeñas pensiones, diezmadas este mes por el arreglo de las goteras, y no van a asumir el coste de la empresa que se dedica a la mudanza de nidos. Tampoco se plantean trepar al pino. Deciden aguantar y, cuando el nido esté abandonado, pedir permiso para talar el pino. Porque el pino también da problemas: se inclina pavorosamente hacia la calle y además sus raíces sobresalientes hacen del pequeño jardín una pista de obstáculos. Pero le deniegan el permiso de tala.
En buena lógica, mi amigo deduce que: 1) Los derechos del arbolado prevalecen sobre el derecho a la vida del transeúnte y a caminar por el jardín con seguridad. 2) Los derechos de los pájaros prevalecen sobre los de los propietarios a preservar el techo de su vivienda y a preservar su salud pulmonar (y mental).
La aplicación demasiado rígida de los derechos del arbolado provoca situaciones grotescas
Tras despedirnos, pienso en contarles este buen ejemplo de las contradicciones que tanto abundan en materia de regulación ecológica: usted, Administración, no me permite gestionar mi jardín ni proteger mi tejado. En cambio, sí permite que se siga edificando en estos campos, pese al impacto ambiental que supone la edificación masiva en entornos rurales (porque donde esté la rentabilidad del hormigón, que se quiten los pinos y los pájaros). Luego, las migajas servirán para hacer cumplir las leyes de protección medioambiental, y como quedan pocas, es el particular más vulnerable quien paga el pato. Así las cosas, se multiplican las excentricidades provocadas por la aplicación demasiado rígida de los derechos del arbolado y de las aves.
Y en el ecosistema político, lo que logra el ridículo exceso de celo de algunos ayuntamientos es soliviantar al ciudadano indefenso y desviar un importante caudal de votos hacia los partidarios de tener barra libre para cualquier atrocidad medioambiental.
