A las ocho de la mañana del 28 de octubre, escuché en Onda Cero a Carlos Alsina, que entrevistaba a una anciana de 92 años, Asunción de nombre, en su casa sita en un pueblo valenciano afectado por la dana. Su vivienda quedó gravemente dañada por la inundación. Lúcida y discreta, Asunción respondía a las preguntas con naturalidad, precisión y modestia. Ni una mala palabra, ni una queja, ni una recriminación. Alsina preguntaba también a una nieta y al vecino que salvó de perecer a Asunción, rescatándola de su casa, en la planta baja, y llevándola a la suya, más alta. Asunción perdió todo lo que tenía en su vivienda, que, junto con el piso destrozado, era todo lo ganado en una vida de trabajo.
Hoy, el piso ya está limpio y en orden. Alsina, que había estado también allí hace un año y por eso ha regresado, no lo ha reconocido. Hasta las fotografías familiares han sido repuestas. Asunción repetía, con calma y sin énfasis, que todo ha sido posible gracias a su familia, a los amigos y a la gente que la ha ayudado. Un hombre –no recuerdo si hijo de Asunción– decía sin acritud que todos los afectados deben un agradecimiento inmenso a los voluntarios por su ayuda y, sobre todo, por su compañía durante los primeros días, cuando estaban más solos que la una.
La entrevista me emocionó. ¿Por qué? Porque ponía de manifiesto la calidad humana de las valencianas y valencianos entrevistados por Alsina, iguales a tantos y tantos otros conciudadanos suyos. ¡Qué personas tan cabales! Pero lo más estimulante es que no son una excepción. Más bien son la regla general. El país funciona porque la buena gente supera con creces al desecho de tienta, que también lo hay. Porque, como se dice en catalán, “a tot arreu hi ha d’haver una claveguera”, es decir, en todas partes tiene que haber una cloaca.
Una percepción, sugerida por la entrevista y no provocada por una queja, me ha llamado la atención: la sensación de soledad que experimentaron los damnificados durante los dos o tres primeros días. Hace ya algunos meses, escuché la intervención de un escritor, en la presentación de un libro, que me sugirió lo mismo. Había presenciado el desastre desde un piso alto de una casa nueva próxima a un barranco desbordado. Y el mensaje que repetía era el de la soledad, el vacío de ayuda institucional, la falta de presencia “uniformada” durante varios días. Incluso habló del cadáver de una chica joven, dependienta de una tienda a la que conocía, que quedó un tiempo prolongado en una plaza.
¿Cómo se explica que Mazón no haya dimitido y Feijóo no haya exigido su renuncia?
¿Por qué esta soledad?, ¿por qué esta falta de ayuda?, ¿por qué esta ausencia de compañía?, ¿por qué esta sensación de abandono? No fallaron los afectados, que fueron solidarios. No fallaron los ciudadanos, que acudieron con presteza como voluntarios. No fallaron los servidores públicos, que obedecen órdenes y no las recibieron. El fallo hay que buscarlo en quienes debieron dar las órdenes y no las dieron. ¿Y por qué no las dieron? ¿Fue porque el Estado autonómico no funciona cuando están en manos de distintos partidos el Gobierno central y el autonómico concernido?; ¿fue porque el presidente autonómico no estaba donde tenía que estar al ocurrir los hechos, mintiendo luego sobre ello?; ¿fue porque el presidente del Gobierno eludió cuanto pudo la asunción de sus responsabilidades?
El solo hecho de que nos formulemos estas preguntas ya indica por donde van las responsabilidades. Todas apuntan al mal funcionamiento de los partidos políticos, convertidos hoy en unos lamentables “caciques orgánicos”, atentos a los intereses de sus dirigentes y militantes por encima del interés general. ¿Cómo se explica si no, la cicatería del presidente Sánchez y su Gobierno, que provocó luego la huida de Paiporta? ¿Y cómo se explica que Mazón aún no haya dimitido y Feijóo no haya exigido su renuncia?
A todo esto, lo grave es qué poco podemos esperar de estos partidos y sus dirigentes en un momento complejo y con riesgo como el que vivimos. Solo hay que ver al Partido Socialista y al PP, incapaces, ya no de pactar, sino de hablarse sin ladrarse. La gente no se merece estos partidos.
