La crisis del liberalismo y la impugnación populista de sus reglas y principios formales se asemejan a lo sucedido tras
la caída del orden de la antigüedad y la paulatina instauración del medioevo. El colapso del sistema de gobernanza liberal del planeta y la derogación práctica del capitalismo posindustrial, y su sustitución por otro algorítmico o cognitivo, recuerdan bastante la paulatina feudalización política y económica que trajo la caída de Roma.
Eso hace que podamos invocar, para entender mejor nuestro presente, lo que pasó en la edad media. Sobre todo porque bien podría afirmarse que atravesamos un proceso de feudalización, que no solo opera a nivel tecnológico, tal y como defiende Cédric Durand, sino que se proyecta también sobre la configuración del poder y su legitimidad. Algo que sucede dentro de una democracia que no es cuestionada por el populismo, sino utilizada por él para favorecer un autoritarismo renovado que gobierne sin límites institucionales gracias al poder que encierran las urnas.
Este matiz es fundamental para analizar lo que sucede en Occidente bajo la presión de un populismo que no cuestiona la democracia como hacía el fascismo, sino la forma de organizar su funcionamiento y legitimar el poder que opera en ella. Así quiere que, frente a la manera liberal, que lo separaba y controlaba, se instaure otra manera populista, que lo unifique y refuerce. Nos sitúa, por tanto, ante el dilema de elegir entre una democracia liberal o autoritaria.
Esta elección gravita sobre la actualidad aunque, sin duda, lo hará más intensamente en el futuro. Porque el populismo refleja, más que un malestar presente, una ansiedad profunda de orden y prosperidad. Reclamos ambos que tienen una traducción política poderosa para unas clases medias amedrentadas por la precariedad y la pérdida del bienestar que las definió históricamente.
Esta ansiedad, que es la causante del malestar y el enfado que escriben la narrativa populista, es la que lleva a esas clases medias a que sean seducidas por su lectura, pues simplifica la legitimidad del poder a que tenga una mayoría detrás. Tener un voto más es un argumento tan sencillo como eficaz e irrebatible a la hora de saber a qué atenerse y determinar con certidumbre quién debe decidir en medio de la confusión de un mundo desbaratado y fragmentado por la revolución digital y por la abrupta transición crítica a la que nos somete sin paliativos.
El populismo refleja, más que un malestar presente, una ansiedad profunda de orden y prosperidad
Este apetito ansioso de orden para saciar el hambre de prosperidad es lo que explica probablemente por qué el populismo crece en todo Occidente. Un fenómeno que aglutina la voluntad mayoritaria de unas clases medias que, como ejemplifica Estados Unidos, anhelan un caudillo democrático que instaure una forma novedosa de monarquismo kitsch sin tradición. Una monarquía que no se funda en la historia ni en el mito, sino en el mandato contable de las urnas y en la visibilidad inmediata del poder majestuoso del que hace ostentación al
instante a través de las redes sociales.
Por eso, Trump no duda en mostrarse al mundo con un poder ilimitado para decidir por todos y sin necesidad de contar con el favor de las instituciones ni de cumplir con formalismos. Su legitimidad de facto está en la cuenta de resultados que disfrutan sus votantes. En que cobren un dividendo de orden y prosperidad a cambio de su apoyo.
Este ejercicio reforzado, simplificado e inmediato del poder recuerda el caudillismo medieval de la dinastía Hohenstaufen en Italia, que entonces era el corazón de la cristiandad y la clave de la arquitectura política del Sacro Romano Imperio Germánico fundado por Carlomagno. Apoyándose en sus partidarios gibelinos, el famoso Federico Barbarroja quiso ejercer el poder imperial sin la legitimidad teológica ni las formalidades simbólicas exigidas por el cristianismo que administraba el Papa desde Roma con su auctoritas.
Un ejemplo medieval que actualiza el populismo de hoy, pues éste quiere un poder que ordene las cosas terrenales sin oposición porque es democrático. Que era lo que, a su manera, invocaban los gibelinos al defender que el poder del emperador era irresistible porque, al ser cristiano, tendría que rendir cuentas en el más allá ante Dios, que lo había hecho soberano para gobernar en su nombre.
Hoy, la democracia autoritaria es, a su manera, gibelina también. Eso hace que tenga que contraponerse a la poderosa narrativa emocional que la alimenta con otra tan potente como la suya. No la hallaremos en reescribir la democracia actualizando los conceptos y formalidades del liberalismo. No, hay que buscarlos, sin incurrir en el populismo, en otro sitio. En la ansiedad que siente una mayoría social heterogénea ante la perspectiva de ser gobernada por un poder brutalmente democrático. Así, frente a la ansiedad de orden y prosperidad sin límites de quienes reclaman un autoritarismo democrático, hay que oponer, con inteligencia y sensatez, la ansiedad de libertad y justicia de los que no deseen el triunfo de aquél.
Es urgente ahormar una estrategia que, como los güelfos medievales, sume a quienes rechazan vivir bajo el peso de un poder gibelino que es nihilista. Hay que oponer a la sencillez del autoritarismo gibelino, la sencillez de un partido transversal que agrupe a los defensores de una democracia güelfa en su propósito espiritual. Una democracia que se oponga a que las mayorías puedan avalar la crueldad, la inhumanidad, la intolerancia, la uniformidad, el dogmatismo, la negación de la libertad de pensamiento y opinión, o el descuido de la dignidad asociada al valor sagrado de la persona y su conciencia. Una democracia güelfa que conserve la primacía del bienestar moral de la humanidad como propósito final de la democracia. Aquello que defendió Spinoza en su patria y que los holandeses de hoy han vuelto a elegir. Algo que nos devuelve la esperanza y que el papa León XIV al frente de la Iglesia católica podría auspiciar.
