Los millones de Josep Maria

Mediodía de un lluvioso jueves que podría haber sido como cualquiera. Madrid sigue con sus obras y sus banderas. Y más patas arriba que nunca de medio Atocha para abajo, donde la remodelación avanza sin tregua. Pero hoy no hay ni colas ni manifestaciones ni retrasos. Me subo al tren admirando mi buena suerte. ¡Voy en un vagón de primera! Es una zona de alta tranquilidad, leo.

Lo parece. Parece tranquila hasta que llegan dos hombres y una mujer que, tras hacerse un sensacional lío que externalizan en un catalán que suena a chino de tan vociferado, identifican por fin sus asientos. Así es como conozco a Josep Maria, que más que sentarse a mi lado se tira ocupando la mitad de mi sitio.

Un billete de 500 euros triturado

 

Jordi V. Pou / iStock

Empieza el viaje. De repente, ¡no me lo puedo creer!, mi vecino, urgido por debatir con sus compañeros el negocio que tienen entre manos, se gira a la velocidad de la luz. Hunde su cabezota entre nuestra pareja de asientos. Y habla de millones e inversiones. Una cosa seria. Millones arriba, comisiones abajo. Que si nos van a quedar cuatrocientos, dice Josep Maria, y que no, míratelo bien, le responde la mujer, de la que más tarde, ya pasando Zaragoza, sabré que tiene un terreno por aquí, en el pueblo de su madre.

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Cuando llega el almuerzo, Josep Maria me deja un rato tranquila (ahora hunde la cara en el redondo de ternera que flota sobre un puré increíblemente blanco), pero, aun con el trío enmudecido, la animación sigue en marcha porque una señora que va y parece muy muy sola, la del asiento 2C, no entiende que aquí la música o lo que sea se escucha con auriculares o cascos. La azafata se lo repite tres veces.

Cielito lindo, la última de Rosalía, algún avance de Navidad y chirridos inquietantes se suceden sin tregua hasta que un repentino desajuste detiene el tren por completo. Durante media hora gloriosa disfruto de mi prometido tiempo de silencio que ella, la amiguita de mi Josep Maria, destruye al retomar la verbalización de su vida (ahora ya sabemos que es expatinadora y celíaca). Provoca un nuevo acercamiento: Esta vez él, rejuvenecido, se gira con tal ímpetu que se me desploma literalmente encima en un acto de intimidad tan plena que estoy por susurrarle que me comparta su tremenda millonada.

¿Y qué hago? Tonta de mi, no se me ocurre otra cosa que brincar hacia el horizonte encapsulado del pasillo que me desvela, eso sí, un inesperado milagro. Es un asiento auténticamente libre que colonizo sin pensarlo y donde, entre catalanes, madrileños y mexicanos con o sin corbata (o con tacones o zapatillas de firma cara) que no sacuden a 300 km/h las confidencias de su empresa en voz alta, firmo la paz con el mundo. La alta tranquilidad es posible. Existe y yo la he visto.

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