Imaginemos un telediario sin presentadores, sin cabecera y sin redacción. Uno que no decide un director sino un algoritmo. Eso es TikTok, el informativo del siglo XXI para buena parte de los menores de veinte años.
Mientras los adultos (los boomers, en dialecto digital) seguimos en Instagram recordando cenas o en X, fingiendo debates con los mismos perros cambiando de collares, millones de jóvenes se informan cada día deslizando el dedo hacia arriba. No hay matiz ni contexto. Solo una cascada infinita de vídeos de medio minuto.
Khaby Lame
TikTok no informa, confirma; te enseña lo que ya piensas, lo que te gusta...
La diferencia es sustancial: TikTok no informa, confirma. Te enseña lo que ya piensas, lo que te gusta, lo que tu cerebro ha decidido que le reconforta. Si te atrae una teoría conspiranoica, te ofrece diez más. Si algo te indigna, más ración. El contraste de opiniones se evapora y el espíritu crítico es una especie en extinción.
TikTok no es una plaza: es un espejo. Te devuelve tu reflejo amplificado, más guapo, más convincente y, sobre todo, más radical.
El abismo generacional se entiende con un dato: los diez nombres más seguidos de TikTok son, para la mayoría de adultos, perfectos desconocidos. Khaby Lame, Charli D’Amelio, Bella Poarch, Addison Rae, Zach King… En cambio, en IG o en X mandan CR7, Messi, Taylor Swift o Elon Musk: nombres globales, parte del imaginario compartido. TikTok ha creado una fama sin biografía: ídolos sin historia ni discurso. Celebridades del instante.
Y mientras muchos partidos seguían instalados en la liturgia del mitin y el tuit, Vox aterrizó en TikTok ya en 2020 aprovechando que allí se construye la emoción antes que la razón. Abascal llegó en 2022. Pedro Sánchez ha entrado ahora, a contrapié, como quien descubre la fiesta cuando ya están recogiendo las sillas. La extrema derecha, en cambio, fue la primera en entender que en TikTok no hay ideología: hay impacto. No citan a Mussolini, citan memes. No hablan de economía, hablan de frustración. Y eso viraliza mejor que cualquier discurso.
Por eso, cuando alguien se pregunta por qué un chaval de veinte años votaría a la ultraderecha, la respuesta no está solo en la vivienda o en los sueldos sino en ese flujo continuo de vídeos que simplifican el mundo hasta hacerlo digerible y donde todo lo decide un algoritmo. Y lo peor es que ni siquiera sabemos su nombre.
