La centralidad perdida

En estas fechas abundan los motivos para reflexionar sobre los valores que nutrieron el ADN de nuestra transición y que luego vigorizaron la vida democrática a lo largo de más de tres décadas. Y hacerlo singularmente sobre el concepto de centralidad como terreno en el que germinaron los consensos constitucionales y donde se evitó la fractura. De hecho, estamos en vigilias de conmemoraciones determinantes al respecto. Pero les comparto­ lo que ha acabado inclinando mi voluntad de escribir sobre ello: es el resultado de la encuesta del Instituto Catalán Internacional para la Paz (ICIP). En él se pone de relieve que una tercera parte de los ciudadanos de Catalunya dudan de que el sistema democrático sea preferible a cualquier otra forma de gobierno. La democracia no convence especialmente a los menores de 35 años, mientras que para el 79% que tienen más de 65 años es el óptimo de los sistemas.

MADRID, 13/11/2025.- Monitor con las votaciones emitidas durante el pleno que el Congreso celebra este jueves. EFE/Javier Lizón

  

Javier Lizón / EFE

En consecuencia, quienes participaron de la épica de la transición siguen creyendo en la democracia y, por el contrario, quienes no la vivieron nutren la generación del desencanto. Sin duda podría inventariarse una larga lista de razones que ayudarían a explorar el porqué de la tibieza de los jóvenes a la hora de abrazar la causa de la democracia. Se entiende que esta debería resolver sus esenciales anhelos y garantizar sus principales derechos y sin embargo no es así.

La desigualdad creciente daña su porvenir; la vivienda digna y adecuada queda lejos de su alcance; los salarios no están a la altura del cacareado alarde de que son la generación más preparada de la historia, a pesar de las evidentes deficiencias de nuestro sistema educativo… Por no adentrarnos en el impacto de futuro que en sus vidas tendrá la deuda pública (la española y la europea).

En España el centro no existe y son los extremos los que tiran de las dos fuerzas centrales

Más allá de la turbación que todo ello ocasiona en el desapego de los jóvenes a la democracia, no es menor el desconcierto que provocan las formas políticas, que sin duda limitan la capacidad de resolver la esencia de las causas del desencanto. Y es aquí donde, sin complejo alguno, hay que reivindicar las virtudes de la transición. El proceso constituyente fue un ejemplo de política de Estado de la que hoy no andamos sobrados. Se impuso un principio básico para lograr acuerdos estables: cuando todos ceden no cede nadie o dicho de otra manera, cediendo unos y otros, ganan todos. Negociar imbuidos en la idea de que el adversario carece de razón y está obligado a darnos lo que pedimos era para los protagonistas de la transición la negación misma del principio de negociación. En aquellos tiempos, los dirigentes perseguían ser útiles más que importantes.

Los valores que hicieron posible la transición parecen hoy debilitados, cuando no desaparecidos. No es esta una reflexión fruto de una nostalgia vacía, sino la constatación de un cambio profundo en la cultura política. El actual clima parlamentario en las Cortes es un constante intercambio de descalificaciones donde la concesión al adversario se interpreta como una derrota y no como una muestra de fortaleza democrática. La centralidad política, entendida como espacio para el acuerdo y no como equidistancia fue el corazón de la transición. Hoy, sin embargo, se ha convertido en un lugar incómodo. Ya no se persigue convencer, sino vencer de la manera que sea. El adversario ya no es visto como oponente legítimo sino como enemigo a derrotar.

El politólogo italiano Giuliano da Empoli habla de la desaparición del centro como agente movilizador del voto y sostiene que las elecciones hoy se ganan en los extremos. En España no es que el centro no movilice, lo que sucede es que el centro no existe y por defecto son los extremos los que tiran de las dos principales fuerzas centrales. ¡Y así nos va!

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Otro politólogo, Larry Diamond, recuerda acertadamente que la democracia muere no solo cuando sus enemigos la destruyen sino cuando sus defensores dejan de estar dispuestos a defenderla. Así pues, conviene reivindicar con fuerza las señas de las primeras décadas de nuestra recuperada democracia: la concordia no es debilidad, es coraje político; la centralidad no es indefinición, es responsabilidad; y el respeto a la dignidad de todos no es una utopía, sino la condición mínima para que una sociedad democrática pueda sobrevivir.

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