El mito del mérito: por qué el esfuerzo no explica el éxito

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El 60 % de los ciudadanos de los países de la OCDE cree que “trabajar duro” es esencial para progresar socialmente. Sin embargo, cuando la propia organización publica su investigación Hard Work, Privilege or Luck?, aparece un dato que descoloca la narrativa del esfuerzo: solo uno de cada cinco encuestados piensa que el trabajo por sí solo basta para tener éxito. Esa distancia entre lo que afirmamos creer y lo que realmente ocurre es el primer síntoma de que la meritocracia funciona más como un eslogan que como un mecanismo real de movilidad social. Y es precisamente en esa grieta, entre la épica del mérito y la evidencia empírica, donde empieza a desmoronarse el mito.

La teoría dice que cada persona recibe en proporción a su esfuerzo y talento. Los datos dicen otra cosa. En Europa, entre un 40 % y un 60 % de las diferencias educativas entre personas (esto es, la parte de tu trayectoria escolar que depende del origen familiar y no de tu rendimiento) se explica por factores como el nivel educativo de los padres, su situación económica o el entorno social en el que se crece, según la investigación Inequality of Opportunity in Europe: New Evidence from Harmonized Data, realizada por un grupo de economistas europeos especializados en movilidad social. Y la OCDE añade otro dato incómodo en A Broken Social Elevator: un niño que nace en una familia pobre necesitaría cinco generaciones para llegar al ingreso medio de su país. Cinco. Es decir, si hoy te esfuerzas muchísimo, quizá tus tataranietos puedan notarlo.

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Antes incluso de aprender a leer, lo que realmente tenemos no es un currículum, sino un código postal que funciona como el prólogo invisible de nuestra vida. Marca el barrio en el que crecemos, el acceso a colegios de calidad, la disponibilidad de recursos en casa y, más adelante, las redes profesionales a las que podemos llegar. No lo elegimos, pero determina nuestras opciones tanto, o más que cualquier esfuerzo posterior. Y esto hace que hablar de meritocracia sea como hablar de un maratón en el que algunos empiezan en el kilómetro 0 y otros en el 27, pero todos llevan el mismo dorsal. Cuestionar la meritocracia no significa negar el valor del trabajo, sino aceptar que el esfuerzo solo puede evaluarse cuando todos compiten desde la misma línea de salida. Mientras el punto de partida siga siendo desigual, la meritocracia seguirá siendo una historia reconfortante para quien ya estaba arriba y una carga moral para quien no pudo llegar. El mérito real, el que de verdad mide capacidades y no circunstancias heredadas, solo puede existir cuando las condiciones iniciales son comparables. Hasta entonces, la meritocracia no es un sistema: es una promesa aplazada, una beta que aún no está lista para ver mundo.

Si las oportunidades están tan condicionadas por el origen, el esfuerzo individual no puede compensar completamente esas desventajas. Y, sin embargo, seguimos repitiendo que “quien quiere, puede”. Y ojo, porque esa creencia no solo simplifica la realidad: también legitima la desigualdad. Convierte el privilegio en mérito y el fracaso en culpa individual. Nos hace pensar que los ganadores lo son porque lo merecen, y que los demás simplemente no se esforzaron lo suficiente. Eso es peligroso.

Más ideas en el próximo No Lo Leas.

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