En el mundo cultural mediático llevamos casi un mes colonizados por el lanzamiento de dos creaciones: el disco de Rosalía y el premio Planeta de Juan del Val. No sigo a ninguno de los dos, lo que me permite hablar de ellos no como creadores, sino como fenómenos mediáticos que me llegan aunque no quiera: los tentáculos del marketing digital son inescrutables y se cuelan hasta el último reducto. Quienes sentimos aprensión ante los excesos virales de la publicidad, experimentamos inevitablemente una aversión al producto de moda inversamente proporcional a la adhesión que la campaña pretende crear: según aumenta la magnitud del fenómeno, disminuye nuestro deseo de oír hablar de él.
Y la magnitud de estos dos acontecimientos publicitarios ha sido casi monstruosa. A diferencia de otros lanzamientos bomba que generan debate y polarización de opiniones, ambos han obtenido un consenso casi unánime. En el caso de Rosalía, un consenso positivo: la inmensa mayoría de las críticas son elogiosas. En el de Juan del Val, un consenso negativo: una mayoría aplastante de opiniones son demoledoras, sean de críticos profesionales o de lectores comunes. Sin duda se trata de dos fenómenos de distinto alcance, el primero global y el segundo nacional. Y también de autores muy diferentes: la primera es una profesional de la música, ha vivido por y para ella. El segundo es un profesional de algo, no sé muy bien de qué.
Hay consenso positivo por la obra de Rosalía y consenso negativo por la de Juan del Val
Pero ambos lanzamientos tienen algo en común: la expectación creada por la viralización de contenidos ha sido tan explosiva que el producto que se promociona es casi lo de menos: queda ensombrecido por un marketing que ya no se desarrolla a escala humana.
A poco que nos interese consultar cualquier noticia en línea, nos vemos sometidos a un acoso publicitario nunca antes conocido. De forma directa, indirecta, disfrazada de entrevista o enredada en las redes, una plaga de contenidos intrusivos trata de desviar nuestra atención al son que toca el algoritmo de turno. Y como la publicidad solo entiende de beneficios (no de calidades), amplifica con el mismo ímpetu lo bueno, lo malo y lo regular. Si somos permeables a la moda, algo crédulos o manipulables, demasiado gregarios o demasiado jóvenes, da miedo pensar qué nos pueden llegar a vender. O peor aún: a regalar.
