Noche de perros

La otra noche, horas antes de que se conociera el fallo del Tribunal Supremo, tuve una pesadilla. Uno de esos sueños de miedo que te dejan toda la mañana con la boca seca. Me había ido a la cama con un empacho de actualidad rabiosa, enganchada, como tanta gente, al alucinante juicio al fiscal general del Estado. Esa historia kafkiana, construida en el absurdo de un supuesto delito de revelación de un secreto conocido por centenares de personas. Una instrucción que parece usar como prueba la ausencia de pruebas, si no lo hemos entendido mal.

FOTODELDIA MADRID, 03/11/2025.- Vista general de la sala durante la primera jornada del juicio que se sigue en el Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un delito de revelación de secretos, este lunes en Madrid. EFE/ J.J.Guillen //POOL//

 

J.J.Guillen / EFE

El caso es que una sobredosis nocturna de crónicas y opiniones, todavía a la espera del fallo, con las voces y las miradas de los protagonistas del juicio, y una íntima sensación de indefensión, se filtraron en mi corteza cerebral. De modo que me fui a la cama sin saber dónde me metía y entré en un sueño turbio, con la glándula de la culpabilidad ancestral excitada, la presunción de inocencia rota, el derecho a la información peligrando –según expertos–, la ética profesional y la inmoralidad radical en danza. Una pesadilla de pasillos oscuros, una noche de perros, que acabó con la visión de una puerta entreabierta por la que asomaba, en la neblina del sueño, la cara del fiscal general, con sus gafas redondas, recibiendo la sentencia.

Una íntima sensación de indefensión se filtró en mi corteza cerebral

Abrí los ojos sobresaltada. Intentando deducir, en esa mirada del acusado, si el fallo que recibía en mi sueño era absolutorio. Temí que no, lavándome los dientes con una angustia exagerada. ¿Por qué me tocaba tanto, hasta entrar en mis pesadillas, la idea de una condena a un desconocido, más allá de la compasión y el sentido de la justicia? Con la sinceridad del pijama, sentí que, si la sentencia era absolutoria, recuperaríamos la inocencia todos esos millones de personas que no hemos cometido un delito que pueda ser probado. Mientras que una condena –el inconsciente lo sabe y lo cuenta soñando–, en este caso, es para echarse a temblar.

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Horas después, ya bien despierta, oigo la noticia del fallo. El relato judicial parece avanzar coherente con su rareza: si este fallo necesitara pruebas, no teniéndolas, la instrucción habría carecido de sentido, y al revés. Quedamos a la espera de una sentencia clarificadora, que nos ayude a entender lo que está pasando en el mundo de los despiertos.

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