Desamparados valencianos

EL RUEDO IBÉRICO

Desamparados valencianos
Catedrático de Geografía Humana de la UV

¿Enseña algo la historia? No estoy seguro de que sea maestra de la vida, ni de que proporcione los instrumentos necesarios para no repetir errores. No parece ser la fórmula mágica que prevenga la catástrofe o evite la tiranía. Sin embargo, bien leída, es como una sutil luz que ilumina los rincones más oscuros de lo que nos rodea y nos permite reflexionar sobre nuestro destino al enlazar con las experiencias de quienes vivieron en el pasado. La historia, de proporcionar algo, proporciona profundidad, contorno y relieve a los que sucede cada día. Que la historia no sea la varita mágica que nos guía por la vida no es, de toda manera, tan relevante­.­ Tampoco el arte sirve para nada, como afirmó hace muy poco Jaume Plensa, pero es justamente en ese matiz antiutilitario en el que radica paradójicamente su fortaleza.

OPI

 

Joma

La historia de un pueblo, los episodios que han ido formando su idiosincrasia, su manera de observar el mundo que le rodea, de explicarlo y de explicarse, generan un armazón psicológico que forma parte de su singularidad. No es determinismo, es sedimentarismo. No defiendo la existencia de caracteres “nacionales” por encima de las peripecias de cada generación, pero tampoco creo que se pueda pensar que cada uno de nosotros –y de los que vendrán– construye y construirá su propio ángulo de visión de la nada. Hay evocaciones que nos marcan, hay tradiciones que moldean nuestra interpretación del mundo. Hay complicidades colectivas que ahorman la realidad que nos toca vivir. Hay sedimentos sobre los que nos elevamos como pequeñas colinas para otear el horizonte incierto. Y quien tiene la responsabilidad del gobierno de esa sociedad debería saber leer todos estos signos. Escrutar las tripas morales de una sociedad, cual augur en tiempos de Roma, debería ser materia obligatoria para todo aquel que pretenda ostentar el más alto rango del gobierno de una sociedad.

Quien gobernaba cuando la dana, en lugar de compasión, ofreció tecnocracia; en lugar de piedad, arrogancia

El caso valenciano es un buen ejemplo. Tras la dana de octubre del 2024, quien gobernaba estaba abocado a tomar solo uno de los dos caminos posibles: o el de la compasión o el de la impiedad. Y eligió este último, el peor de ellos. Y lo negativo de esta elección, a mi entender, no solo se deriva de las evidentes consecuencias de un análisis racional de cómo se reaccionó ante un suceso de aquella dimensión, sino que el camino elegido fue “contranatura”, llamémoslo así, ya que desafiaba a una de las más nobles raíces del País Valenciano. En el imaginario social de los valencianos no hay figura más familiar y estimada que la de los desamparados. En ellos se concentran cientos de años de comportamiento altruista y misericordioso, de deber moral y de justicia social. Inocentes, locos y desamparados fue la denominación histórica de los que ahora entendemos como excluidos, víctimas y dolientes ante cualquier injusticia, suceso o catástrofe. Por eso me resulta incomprensible que, en aquellos primeros días de la dana del 2024, nadie reparara en un cuadro de Joaquín Sorolla que cuelga en los venerables muros del Palau de la Generalitat de València. Pintado en 1887, durante su estancia en Asís, muestra a un valiente Joan Gilabert Jofré, fraile mercedario, protegiendo con su cuerpo a un hombre con problemas mentales, un desamparado, acosado por un grupo de personas que pretendían apedrearlo en las calles de la València de principios del siglo XV. Cual dedo acusador a quien en el 2024 deambulaba por los despachos del Gobierno, Sorolla revelaba con este cuadro uno de los temas preferidos de los valencianos: la compasión por los sufrientes, hasta hacer de ello uno de sus signos de identidad. No es casual que en el siglo XVII se dedicara en la capital del reino de Valencia una enorme basílica a la Mare de Déu dels Desemparats, cuya figura y relevancia, nacida en el siglo XV, se ha mantenido viva y poderosa hasta la actualidad como símbolo de ternura, acogimiento y compasión.

Quien gobernaba en el momento de la dana y ante el cariz que estaban tomando los dramáticos sucesos debería haber sabido conectar con este fondo compasivo del pueblo valenciano. En cambio, lo fió todo a un plan que descansaba en la eficiencia de la reconstrucción material y económica, en el poder taumatúrgico de los millones y de las estadísticas y en la centrifugación de cualquier responsabilidad. Para ello borró del discurso público toda referencia compasiva con las víctimas, sus familias y cualquier indicio de compartir un dolor sincero con el enorme drama humano que las casi doscientas treinta muertes representaron. El desamparado de València pintado por Sorolla ya no era amparado por nadie y podía ser apedreado. En lugar de compasión, se ofreció tecnocracia; en lugar de piedad, arrogancia y en lugar de amparar a los desamparados, se les largó una buena dosis de jactancia.

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En los próximos años debería estudiarse en todas las escuelas de ciencias políticas el caso valenciano como aquel que debe evitarse, pues olvidó la conexión con el sedimento moral de una sociedad, su solera colectiva y uno de los rasgos inherentes a su ángulo de visión de la vida. Pero no solo fue un tremendo error prescindir de la tradición compasiva de los valencianos. Como parece que la historia no enseña (especialmente a quienes no la quieren conocer), quien ostentó la máxima representación en aquel momento, sigue, como el personaje de Mijaíl Lérmontov, sin entender nada y en cada declaración pública y en cada comisión de investigación “el insensato suplica tormentas, como si en las tormentas hubiera paz”.

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