La señora Belarra ha dicho, dirigiéndose al presidente Sánchez, que “nuestro país solo tiene dos opciones: o reventamos a la derecha o la derecha reventará a la gente”. Una frase que se inscribe en la más pura y acerada tradición guerracivilista. Lo primero que me ha venido a la cabeza, al escucharla, ha sido lo que el escritor José Bergamín le dijo a Fernando Savater: “Desengáñate, lo que este país necesita es una guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos”. Este deseo, aunque extremoso, no es reciente. Viene de lejos. El profesor Juan Francisco Fuentes ha recordado que, desde comienzos del siglo XIX, hubo “quien pensara en la guerra civil no como una tragedia al acecho, sino como un remedio expeditivo ante los problemas”. Y este “sería el sentido de la frase que pronunció en 1821 el diputado aragonés Juan Romero Alpuente en una acalorada sesión en La Fontana de Oro, el club liberal que daría título a una novela de Galdós medio siglo después: ‘La guerra civil es un don del cielo’”. El Censor, portavoz de los moderados, condenó “tan atroz expresión”, mientras que El Zurriago, su rival, la jaleó.
Según Antonio Alcalá Galiano –citado por Fuentes–, esta idea estuvo presente durante décadas en el imaginario nacional. Tanto, que Miguel de Unamuno escribió, cinco años antes de morir, lo que había reiterado a lo largo de toda su vida: no estar “muy lejano de aquello que decía el viejo Romero Alpuente de que la guerra civil es un don del cielo”. No obstante, en sus dos últimos años, don Miguel se esforzó en vano por advertir de los riesgos de la locura cainita que se había apoderado de los españoles. El día de Reyes de 1935 pidió perdón a los niños de España, en nombre de su generación, por “nuestros malditos juegos de guerra civil”. Y en la primavera de 1936, en plena ola de violencia política, abominó de “esta salvaje guerra incivil en que por demencia colectiva estamos empeñados”. Lo que le llevó a preguntarse “si estaremos contagiados de la imbecilidad colectiva que aqueja hoy a nuestro pobre pueblo”. Era tarde, la suerte, o mejor: la desgracia, ya estaba echada.
Una recuperación sesgada de la memoria histórica está debilitando la fortaleza del sistema
Aquella primavera de 1936, la polarización había erigido un muro. Un muro levantado entre todos. Repito: entre todos. Porque –siguiendo a Del Rey y Álvarez Tardío, en su Fuego cruzado – “a propósito de violencia, el gobierno de la izquierda republicana se aferró a un diagnóstico de la situación que no era muy diferente del que manejaban la prensa socialista y comunista, esto es: solo los ‘fascistas’ y, más concretamente, los ‘falangistas’, eran una amenaza para la democracia. (…) Sin embargo, los gobiernos negaron o disculparon públicamente la responsabilidad de sus socios de la izquierda obrera en el desencadenamiento de la violencia, aun sabiendo que era un hecho cierto. El coste (que) pagaron fue muy alto (…): debilitaron la autoridad de sus propios gobernadores civiles, cuando más necesaria era afirmarla”. En suma, “los datos de la violencia política muestran que durante la primavera de 1936 había importantes grupos políticos y sindicales que no estaban dispuestos a convivir bajo un sistema de democracia representativa y constitucional”.
Después vino la guerra, la dictadura y el exilio. Y corresponde a los exiliados el honor de haber sido los primeros en hablar de reconciliación y de afrontar el futuro partiendo de cero. Estas ideas fructificaron en la transición, que desembocó en la Constitución de 1978 y en la monarquía parlamentaria actual. Pero una recuperación sesgada de la memoria histórica, que parte de una idealización de la Segunda República y desemboca en un intento de revancha en toda regla, está debilitando la fortaleza del sistema, ya en una franca deriva autocrática y plurinacional que conlleva la desmembración del Estado.
Las palabras de la fogosa navarra, que ha apostado -¡cómo no!- por “una mayoría democrática y plurinacional”, encajan a la perfección en la vieja retórica de enfrentamiento cainita. Ante este desatino, solo cabe una respuesta: perdónala, Señor, porque no sabe lo que dice.
