Esta semana he visto siete de los treinta y cuatro cuadros firmemente atribuidos a Johannes Vermeer. He descubierto a Diana y sus compañeras, que sin cartela no hubiera adivinado que era obra del maestro holandés. He admirado La lechera, rodeada de observadores embelesados como yo, fijándome en cada punto de luz, en cada pliegue azul. He observado La callejuela, uno de sus pocos cuadros exteriores. He contemplado Vista de Delft, con apreciación, pero deseando volver a encerrarme en una de las dos habitaciones donde Vermeer pintó la mayoría de sus obras, repitiendo muebles, vestuario y joyas.
He admirado ‘La lechera’, rodeada de observadores embelesados como yo
Me he bebido con los ojos a la Lectora en azul, que obliga a contener la respiración a aquellos que la observan, igual que la contiene la mujer que lee ante la ventana. He mirado La joven de la perla, quizá la que más he compadecido, condenada a escudriñar día tras día el cogote de una fila inacabable de turistas que, en vez de encontrarle la mirada, le dan la espalda para hacerse una selfie. Y he analizado La carta de amor intentando descifrar el intercambio de miradas entre la criada y la señora de la imagen.
He buscado dónde están las pinturas que me faltan. Mayoritariamente repartidas entre Europa y Estados Unidos. Pero hay una oculta, escondida, inalcanzable. La noche del 18 de marzo de 1990 dos hombres disfrazados de policías llamaron al timbre del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston afirmando que respondían a una llamada de emergencia. El guarda, saltándose el protocolo de seguridad, les abrió. Cuando le preguntaron si había más trabajadores en el museo, avisó por walkie-talkie al compañero. En este momento, explica, se dio cuenta de que el bigote del agente más alto parecía de mentira, pero ya era demasiado tarde.
Los ladrones redujeron a los dos celadores y los ataron en el sótano. Durante 81 minutos robaron eclécticamente –en una selección que el FBI todavía no entiende–, y de manera torpe –cortando con cúter y enrollando las telas–, trece obras valoradas en más de quinientos millones de dólares. Entre varios Rembrandt, bocetos de Degas y el remate de una bandera napoleónica, se llevaron El concierto de Vermeer. Aunque, todo sea dicho, antes de marcharse, volvieron al sótano y preguntaron a los guardas si estaban cómodos.
