Ayer se inició el juicio al president Pujol. Cuando se acabe, si toca, hablaré de ello. Ahora me limito a constatar que responde a un impulso vengativo y que este apuro se ha evitado a otros grandes nombres de la transición política en situación paralela. Veremos si la justicia es ciega, pero el camino hacia la justicia no lo ha sido.
La circunstancia sí obliga, en cambio, a hablar de la significación histórica de su presidencia. En el siglo XX tres figuras –Prat de la Riba, Macià y Pujol– han liderado momentos fundacionales de instituciones que derivan de la aspiración colectiva a dotar a Catalunya –en palabras de Prat– de un cuerpo de Estado y, añado yo, manteniendo el alma catalana. Que hayan sido tres indica que hemos retrocedido dos veces, lo cual debe poner también en valor la figura de Tarradellas, que consiguió mantener la Generalitat republicana y la restableció oficialmente antes de la Constitución del 78. Una singularidad, todo hay que decirlo, de la que no hemos sabido sacar provecho.
Pujol ha tenido una ventaja sobre los otros fundadores: ha gobernado 23 años frente a los tres de Prat y de Macià. Como estadista, el suyo no es un legado truncado. Se puede hacer balance y, a mi parecer, es destacable. Voy a explicar por qué. Una advertencia: fui conseller del último gobierno Pujol, pero eso no me descalifica para opinar. Si no admirara su talante político, no lo habría sido. También hago constar que no soy maniqueo. Admiro y he colaborado en la obra de Pujol, pero también admiro la de Maragall. He colaborado menos con él por las circunstancias de la política. Personalmente, soy un nostálgico de la nonata sociovergencia.
Desde Catalunya, la instauración de la democracia y la restauración de la Generalitat abrieron la posibilidad de contar en la política española, siempre resistente a aceptar la diferencia y más reflejada en el jacobinismo francés que en el federalismo alemán. En este contexto, Pujol practicó, con habilidad y buenos resultados, una política basada firmemente en unos cuantos principios:
1) La catalanidad –con la lengua, la escuela y la cultura– tiene que ser inclusiva (“un solo pueblo”). 2) Una nación potente debe apoyarse en una economía potente, exportadora e innovadora. 3) El marco de referencia es Europa y sus valores: democracia y Estado de bienestar. 4) Los catalanes votan cada día su pertenencia. Una acción de gobierno carente de ambición de excelencia sería letal. 5) El progreso de Catalunya y de su autogobierno piden la práctica del pragmatismo político. 6) Hay que hacer política europea al máximo nivel y estar presente en el mundo (“nuestro mundo es el mundo”).
La historia constatará que Pujol fue decisivo para evitar la provincialización de Catalunya
Con estos principios, la Generalitat de Pujol logró superar crisis, fortalecer el autogobierno y facilitar que Catalunya prosperara económicamente y, con el viento en contra, mantuviera su peso en España. También que fuera un actor reconocido en Europa. Hay que decir que no todo fue un éxito. El peso del pasado se ha notado. Por ejemplo, en los principios conformadores de la nueva administración.
En la estatua a Rius i Taulet en la Ciutadella se indica que impulsó “prosperidad y renombre” para Barcelona. Lo mismo se puede decir de Pujol para Catalunya. Para hacerlo precisó de una gran inteligencia política y una capacidad prodigiosa de comunicar, tanto con un Delors como con cualquier ciudadano de Catalunya. Una anécdota: cuando le planteé impulsar un centro de investigación de frontera me preguntó: “¿Eso podré explicarlo en l’Espluga Calba?” –acababa de pasar por ahí–. Fue que sí.
El president Pujol puede estar tranquilo sobre el juicio de la historia. Valorará la obra de gobierno como excepcionalmente buena y constatará que fue decisivo para evitar la provincialización de Catalunya. Si pone alguna reserva, será una que compartimos muchos, incluido yo mismo: no haber conseguido, cada uno desde su puesto de autoridad o influencia, prevenir un final autodestructivo del proceso.
President: procure pasar el trance del juicio con ecuanimidad. No se preocupe más de la cuenta. Somos muchos los que nos sentimos solidarios con usted y sabemos que quizá no tendrá estatua en la Ciutadella, pero que la historia lo situará como mínimo al nivel –para mí muy alto– de Prat. Y con la ventaja de que ha condicionado un porvenir institucional que, estoy convencido, esta vez no se romperá.
