“Controlaremos la Sala Segunda del Tribunal Supremo desde detrás”. La frase, escrita en un mensaje de WhatsApp por el entonces portavoz del PP en el Senado a sus compañeros de filas tras alcanzar un acuerdo con el PSOE para renovar el Consejo General del Poder Judicial, es algo más que una bravuconada de pasillo. Es la síntesis perfecta de una anomalía institucional que los hechos se empeñan en confirmar. A raíz de esa frase, el acuerdo político embarrancó y el órgano de gobierno de los jueces quedó cinco años con el mandato caducado, hasta el punto de que tuvo que intervenir la Comisión Europea para recordar, con cierta vergüenza ajena, que la separación de poderes no debería ser un concepto exótico en una democracia consolidada. Pero nadie se sonrojó por eso.
Entonces, ¿quién manda en España? La fragilidad del Gobierno de Pedro Sánchez y la falta de una mayoría parlamentaria estable han situado el poder judicial en una posición de protagonismo insólita: la agenda política la marca la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Ni el legislador ni el Gobierno ni los acuerdos parlamentarios han tenido en los últimos años tanta capacidad de fijar el pulso público como un puñado de magistrados cuya influencia se ha ido ensanchando a medida que se estrechaba la confianza ciudadana en las instituciones.
La judicialización de la política ya no es un fenómeno vinculado en exclusiva a la llamada “carpeta catalana”. Se ha convertido en un método habitual de intervención política. El último episodio es la inhabilitación del fiscal general del Estado por una supuesta filtración de un correo en el que la pareja de la presidenta madrileña reconocía un fraude fiscal. Pero antes ya le había ocurrido lo mismo al controvertido juez estrella, Baltasar Garzón, hace algo más de una década, cuando trató de investigar los crímenes del franquismo. El mensaje es claro: si un funcionario molesta a los intereses del poder, la maquinaria se activa y actúa con contundencia. Y parece que quieren aplicar la misma plantilla a Pedro Sánchez a la vista del cerco judicial a su familia y entorno.
Esta semana tampoco ha pasado desapercibido el nuevo cromo para el álbum de hazañas judiciales que ha conseguido la Audiencia Nacional. La decisión de sentar a Jordi Pujol, de 95 años, en el banquillo, ignorando los informes de cinco médicos, incluidos los dos forenses designados por el propio tribunal, es algo inexplicable desde la práctica jurídica. La foto era demasiado tentadora y no han dejado pasar la oportunidad de humillar a un expresidente anciano, incapaz de defenderse en una causa iniciada hace trece años.
La Sala Segunda del Supremo no tiene freno; la agenda judicial se impone a la agenda del legislador
Parece que la Sala Segunda del Supremo no tiene freno. Boicoteó la aplicación de la ley de Amnistía igual que antes había reinterpretado, hasta la inoperancia, la reforma del Código Penal que derogaba la sedición y precisaba la malversación. Una y otra vez, la agenda judicial se impone a la agenda del legislador. Una y otra vez, de manera sorprendentemente coincidente con la agenda política de la derecha, inspirada por José María Aznar y su consigna de “quien pueda hacer, que haga”, que esta misma semana ha vuelto a repetir.
Esta hipertrofia judicial no es neutra ni técnica ni inevitable. Es política. Y resulta particularmente preocupante porque erosiona la arquitectura institucional desde dentro, como una carcoma difícil de detectar a simple vista, pero que avanza sin descanso. El Estado se autolesiona con el propósito de salvar una idea de España que, paradójicamente, sale más desacreditada tras cada episodio. Y en ese río revuelto, la ultraderecha se frota las manos porque cuanto peor funcione el sistema, más argumentos encontrará para sustituirlo por otro más autoritario.
De los jueces no se espera que marquen el rumbo del país. Para eso están el Parlamento y el gobierno que salen de los resultados electorales. De los jueces se espera que apliquen la ley con previsibilidad, discreción y profesionalidad, sin protagonizar diariamente la sección de Política en los informativos. Por eso resulta más vigente que nunca la frase lapidaria del jurista italiano Francesco Carrara, que sentenció que “cuando la política entra por la puerta del tribunal, la justicia huye por la ventana”.
