Hace pocos días se cumplieron casi dos siglos del final de la llamada guerra del Sonderbund en Suiza (1847), un conflicto armado que puso fin a medio siglo de tensiones religiosas, políticas y sociales. La confrontación entre una Suiza burguesa, con mayoría protestante, y otra más tradicional y aristocrática, de mayoría católica, llegó a ser tan grave que algunos cantones rebeldes llegaron a pedir ayuda militar a países extranjeros. La guerra duró tres semanas (menos que nuestras campañas electorales) y costó menos de un centenar de vidas. No hubo represalias, si bien los cantones rebeldes, los del Sonderbund, corrieron con los costes materiales de la guerra. Las tropas federales siguieron la orden de su comandante, el general Dufour: “Salir de esta guerra victoriosos, y también sin reproche”. En 1848 se firmó una Constitución federal que sustituyó a la antigua Confederación, y el nacimiento de la Suiza moderna inauguró un periodo de paz que dura hasta hoy. Además, Suiza tiene hoy la renta per cápita más alta del mundo.
Una confrontación tiene solo dos soluciones: la reconciliación o el exterminio de los vencidos. Dufour escogió la primera, y el conflicto armado fue solo el instrumento de la reconciliación. Franco eligió la segunda, y decidió prolongar el exterminio cuando, en 1939, el país pedía paz. Mientras, desde el exilio, figuras de la República reconocían su parte de culpa en el enfrentamiento que precedió a la guerra. Es esa la memoria histórica que hay que conservar, sin olvidar que los cuarenta años de Franco no fueron solo represión.
Creo que no vamos a una confrontación abierta: todo es un simulacro para enardecer al votante
Los primeros años de la transición, los años de Adolfo Suárez y de Felipe González, fueron de reconciliación. Por eso no hay que atribuir la ausencia de represalias contra los supervivientes del antiguo régimen al miedo, ni considerarla una injusticia. Había un propósito superior al que servir. Pero desde hace algunos años (el lector dirá cuántos), las cosas se han vuelto a torcer. El objetivo de los partidos, protagonistas de la vida política, se reduce hoy a ganar elecciones y mantenerse en el poder. Todo es lícito en la persecución de ese objetivo; los partidos han ido infiltrando las instituciones, hasta tal punto que a veces parece como si la lealtad al partido tuviera prioridad sobre las obligaciones del cargo. Último peldaño de la degradación, en el debate político no se analizan programas ni proyectos: se trata solo de atacar al adversario con hechos, suposiciones gratuitas o mentiras e insultos si hace falta. Cada partido exhibe como un espantajo una caricatura del otro para movilizar a los suyos, en especial a los más jóvenes.
Total, para nada: los resultados de las elecciones chilenas indican que la táctica de la izquierda de evocar el fantasma de Pinochet no se ha traducido en votos. “¿Habrá ahí una lección para la izquierda española?”, se preguntaba un colega chileno. “¿Y para la derecha?”, añado. Es de justicia reconocer que no todos los partidos han bajado la pendiente con idéntico entusiasmo, pero entre todos, representantes políticos, partidos que les dan órdenes, intereses que los financian y medios de comunicación que les dan voz, llevan nuestra democracia a la parálisis. ¿Vamos hacia una confrontación abierta? Creo que no: todo es un simulacro destinado a enardecer al votante, una comedia cuyos miasmas van envenenando lentamente el ambiente.
La superficie de nuestra economía va bien, pero el velo del crecimiento del PIB oculta serios problemas –envejecimiento, productividad, inmigración, vivienda, educación, pobreza– para los que no hay ni recetas mágicas ni terapias de choque. No es el momento de buscar la confrontación acudiendo a diferencias declaradas como irreconciliables entre principios, valores e incluso intereses de unos y de otros. Nuestro país, España, necesita la colaboración de todos sus ciudadanos. “Son los nuestros”, decía el general Dufour a sus tropas, mirando a los de enfrente. Nuestros políticos harían bien en tomar nota y ponerse a trabajar, que para eso les paga el sufrido contribuyente.
