Donald Trump no sacrificará Europa a Rusia. Entre otras cosas porque Putin no es el enemigo que se imagina en el futuro. La lógica de la guerra fría quedó atrás, en el siglo XX. Tan atrás que los planes que tiene para el Viejo Continente son ponerlo bajo su control y convertirlo en el patio trasero de los intereses geopolíticos de Estados Unidos. Algo que choca frontalmente con la tesis europea de dotarse con una soberanía tecnológica y una autonomía estratégica.
Para entenderlo hay que ver a Trump como lo hace él en el espejo de sus declaraciones: como el Augusto que cabalga a lomos de una democracia aguerridamente autoritaria. Una república imperial con una doble misión. Por un lado, impedir que el milenario imperio chino sea otra vez el centro del mundo. Y, por otro, que los pueblos de Occidente corrijan su decadencia bajo el renovado liderazgo norteamericano que encarnan su persona y sus ideas.
Por eso, Europa no está disponible para nadie que no sea Estados Unidos. Es como si Roma, cuando encaminaba sus legiones hacia Oriente buscando un imperio, hubiera dejado de lado el control de Grecia. La pax de Trump quiere ser como la de Augusto después de Actium. Un poder hegemónico que someta a los países europeos a su dictado. Para Washington son la Grecia del Mediterráneo global. Una región muy valiosa. Entre otras cosas por el extraordinario legado que, en forma de inteligencia colectiva y de archivo de memoria digitalizada, representa dentro de la infoesfera en la que Estados Unidos y China libran su batalla sobre la inteligencia artificial (IA).
Europa pesa, y mucho, en el siglo XXI. Pero como botín de guerra tecnológica. Un peso que cuenta en datos, infraestructuras críticas, talento algorítmico y creatividad aplicada al manejo de sistemas de IA. No en balde los europeos tenemos como internautas niveles de renta, educación, pensamiento crítico y autonomía decisoria inéditos en el planeta. Algo relacionado con el patrimonio económico y cultural que acumulamos a nuestras espaldas históricas, y que hacen de la huella digital que dejamos registrada una materia prima tan importante como las tierras raras y las materias primas críticas que esconden las entrañas del Sur Global y, también, ese océano Ártico al que se asoman la Groenlandia europea y la Islandia y Noruega atlantistas. En cualquier caso, si se quiere que la IA imite el pensamiento humano y lo mejore, entonces, la forma de pensar europea es muy valiosa como patrón de partida y referencia.
El nuevo atlantismo de Trump no ve a los europeos como iguales, nos quiere como simples subordinados
Por todo ello, controlar el continente europeo es trascendental para Estados Unidos si está en sus planes futuros noquear a China, a la que define como su enemigo sistémico. Algo que pasa por reformular la filosofía atlantista que empastaba la relación entre las orillas del Atlántico Norte desde el comienzo de la guerra fría. Una tesis que dio sus primeros pasos cuando la URSS levantó, como denunció Churchill, un telón de acero que dividía Europa entre Kiel y Trieste y que ahora, cuando Trump promueve una paz en Ucrania a cambio de territorios, no tiene sentido si pretende convertir a Putin en su socio estratégico. Primero, en la explotación de tierras raras y materias primas críticas ucranianas que enjuguen el gasto militar destinado por Washington a apoyar a Kyiv y, después, en el aprovechamiento minero del Ártico.
El nuevo atlantismo de Trump no ve a los europeos como iguales, tal como sucedió con Wilson en la Gran Guerra, Roosevelt en la Segunda Guerra Mundial y Truman o Eisenhower en la guerra fría. No, nos quiere como simples subordinados. Algo a lo que ayudará la apuesta de Trump por fomentar una sintonía que no tenemos ahora, pero que, mañana, si sus sucursales partidistas accediesen a la mayoría de los gobiernos europeos, podría darse. Sobre todo porque facilitaría que Trump nos pusiera la camisa de fuerza que nos hiciera satélites suyos sin rechistar. Como Stalin con los países a los que el Ejército Rojo liberó de los nazis y que luego sojuzgó sin un tiro gracias al apoyo de los partidos comunistas que aplaudieron la decisión.
De este modo, se insinúa para Europa un nuevo Pacto de Varsovia que podría transformar la OTAN y ponerla al servicio de la internacional reaccionaria que promueve Trump desde la Casa Blanca. Con ella, el Augusto del siglo XXI podría reclutar a quienes le ayuden a combatir globalmente la decadencia de Occidente frente a China. Algo que denuncia en sus discursos y que hay que relacionar con un relato supremacista que difunden cotidianamente los terminales de su movimiento MAGA. Una actualización populista de Spengler que tendería puentes con Rusia al invocar la unidad de la raza blanca dentro de Estados Unidos y que tiene a Richard Spencer, entre otros portavoces del ecosistema Trump, como defensor de aglutinar a los europeos raciales en todo el mundo. Una tesis que está detrás también de ideólogos putinianos como el histórico Ivan Ilyn o el famoso Alexánder Dugin, autores que recuerdan que la muerte del comunismo hizo renacer el imperialismo eslavo como un plan B diseñado por el KGB para su supervivencia. Quizá por eso Europa tendría que convertirse en el patio trasero entre la fachada americana y rusa. Un patio compartido desde una europeidad racial y, por supuesto, racista.
