Desde el año pasado vengo trabajando en un libro sobre perros. Un libro que pretende ser un recorrido acerca de los perros que aparecen en la literatura, en la pintura y en la historia, además de en el cine, desde Argos hasta hoy.
Argos es quizá el perro más literario, cuya fidelidad se ha convertido, con razón, en legendaria. Se trata del perro de Ulises, el único que, cuando este vuelve a casa, tras su largo periplo, le reconoce, aunque va vestido de pordiosero. Le ha esperado, según leemos en la Odisea, veinte años. Es muy viejo y no puede siquiera incorporarse para saludarle, pero mueve el rabo y levanta las orejas. A Ulises, conmovido, se le cae una lágrima. Argos ha vivido esperando su retorno y muere en cuanto comprueba que está ya de vuelta.
Casos parecidos al de la fidelidad de Argos se han repetido a lo largo de la historia. Bobby, un skye terrier, que perteneció al policía John Gray, tras fallecer este, se pasó el resto de su vida junto a su tumba en el cementerio de Edimburgo y cuando murió fue enterrado al lado de su amo. Una pequeña estatua situada en el puente viejo de la ciudad reproduce la imagen de Bobby.
No solo en Occidente los perros han sido ejemplos excepcionales de fidelidad, también en Oriente se han dado casos, como el de Hachiko, el perro japonés que esperó durante diez años a su dueño en la estación de tren de Shibuya, en Tokio, como hacía todos los días en vida de aquel. Y en España, también tenemos a Canelo, el perro de Cádiz, cuyo nombre lleva una calle de esta ciudad, que se mantuvo durante once años frente al hospital en el que había fallecido su amo.
Los perros me gustan mucho. Un perro, Jimmy, es el protagonista de mi novela Vengaré tu muerte, y he escrito varios cuentos sobre perros. No obstante, abandono la idea del libro porque acaba de aparecer uno magnifico: Cuando ellos se van, de la estupenda escritora y periodista Julia Navarro, que trata sobre lo mismo y con el mismo planteamiento que yo quería seguir en mi texto perruno. Nunca Julia y yo, que somos amigas, nos habíamos referido a ese interés común y estoy segura de que ni mi editora de Alfaguara, Carolina Reoyo, a quien confié el proyecto, ni su editor, David Trías, de Plaza & Janés, hablaron nunca de nuestras respectivas propuestas.
Lluna me acompañó todas las noches mientras yo escribía, tumbada a mis pies
A Julia Navarro se le murió el perro, un pastor alemán maravilloso, en abril del 2024, tras trece años de convivencia, y es el duelo por Argos, bautizado así en homenaje al de Ulises, el que, en cierto modo, origina el libro. Se lo recomiendo, aunque su publicación haya dado al traste con el mío, puesto que el mercado editorial no tiene sitio para dos textos tan semejantes y además podría parecer que el mío, salido después del de Julia Navarro, fuera un plagio.
De manera que abandono el libro sobre perros. Tengo diversos proyectos que me interesan igualmente y voy a dedicarme a estos, aunque quién sabe si estarán también en el aire y otros autores habrán comenzado ya a trabajar sobre los mismos asuntos.
Siempre he pensado que muchos de los temas que interesan al público, por muy diversas razones, están en el aire y que los escritores no hacemos otra cosa que captarlos. Así ocurrió, por ejemplo, con la memoria histórica, cuya ley 52/2007 impulsó el gobierno de Zapatero, y antes de que se aprobara en el Parlamento, diversos novelistas –Dulce Chacón con La voz dormida, Javier Cercas con Soldados de Salamina, Emili Teixidor con Pa negre o yo misma, con La mitad del alma– habíamos comenzado a tratar del tema.
Los escritores no somos personas diferentes del resto. Somos ciudadanos normales y corrientes y aquel o aquella que se considere un vip solo porque ha publicado unos cuantos libros y ha tenido éxito es a mi entender un pobre o una pobre imbécil. Pero sí que tenemos unas antenas abiertas que otros no abren, no porque no las tengan, sino porque no les interesa utilizarlas, de ahí que captemos aspectos que a muchos les tienen sin cuidado.
Y vuelvo un momento a mis queridos perros. Dediqué una novela a nuestra labradora. Se lo merecía. Me acompañó todas las noches durante la escritura de Naturaleza casi muerta, tumbada a mis pies, y de vez en cuando me miraba. Diría que me sonreía, dándome ánimos, con sus dulces ojos color miel. Y ya muy tarde, casi de madrugada, apoyaba su cabeza en mis rodillas como si me amonestara: “Anda, vámonos a la cama, deja de escribir. ¡Menudo sueño tendremos las dos mañana!”. Se llamaba Lluna.
