Australia ha hecho lo que muchos países piensan pero pocos se atreven: prohibir que los menores de 16 años tengan redes sociales. Una medida impopular hoy, pero aplaudida por el futuro. Y sí, es compleja de aplicar (¿cómo evitar que un chaval se cuele con la cuenta del hermano mayor?), pero el debate de fondo ya no admite evasivas: nuestros hijos están creciendo dentro de un algoritmo que no entiende de protección, solo de
retención.
Los datos australianos son para tomárselos en serio: el 96% de los niños entre 10 y 15 años usan redes, y siete de cada diez han visto contenidos dañinos. Violencia, misoginia, trastornos alimentarios, incluso mensajes que incitan al suicidio. No es casualidad: es diseño. Las plataformas han convertido la infancia y la adolescencia en un mercado y la atención en un recurso a exprimir.
Regular las redes sociales será difícil, pero no hacerlo ya es insostenible
Ante esto, Australia ha dicho basta. Se acabó abrir una cuenta en Instagram o TikTok con doce años a partir de pasado mañana. Las redes sociales deberán impedirlo y desactivar las cuentas ya existentes. Y si no lo hacen, multa millonaria.
Suficiente para que Silicon Valley haya entrado en combustión. Las tecnológicas protestan, faltaría más, y alertan de que esta ley puede ser contraproducente. Pero lo que realmente les inquieta no es la adolescencia sino la cantidad de dólares que perderán si no controlan la edad de sus usuarios. Y también protestan porque se les obliga a verificar la edad del usuario (cualquier estafador puede hacerlo, pero parece que una multinacional con miles de ingenieros, no). También se quejan porque afirman que si un menor se cuela usando la cuenta de un adulto, los padres perderán capacidad de supervisión. Argumentos lógicos, claro que sí, pero que no dejan de constatar un hecho mucho mayor: hemos entregado la infancia y la adolescencia a un algoritmo.
Australia abre un melón incómodo: ¿estamos dispuestos a asumir que la salud mental de los menores está por encima de la comodidad digital de los adultos? Porque regular será difícil, pero no regular ya es insostenible. Europa mira de reojo calculando costes políticos y el enfado de las tecnológicas y de los adolescentes.
Es una decisión que irrita al presente, sí. Pero que aplaude, con ganas, el futuro.
