Da miedo tanto miedo: la esperanza como antídoto

INQUIETUDES Y ESPERANZAS

El miedo se ha convertido en un factor decisivo para entender nuestro comportamiento individual y colectivo. Indicadores públicos, encuestas y datos de salud muestran que en las sociedades occidentales el miedo crece: aumentan la ansiedad, la depresión, el gasto en seguridad y defensa. Este clima genera dinámicas sociales negativas: auge del populismo, identidades más cerradas, religiosidades más dogmáticas y un reforzamiento de la lógica nosotros contra ellos .

Paralelamente, muchos ciudadanos –especialmente jóvenes– viven en un relativismo profundo, sin certezas ni proyectos vitales sólidos. Predominan identidades y valores líquidos, desorientación, vidas centradas en deseos efímeros que dejan sentimiento de vacío. Actividades antes gratificantes pierden valor frente al consumo rápido de entretenimiento diseñado para producir dopamina inmediata. A ello se suman ingresos bajos, empleos precarios, dificultades de acceso a la vivienda, expectativas mínimas de prosperar y dificultades para procrear si se desea. La tecnología, además, favorece el individualismo y el vivir solo en el corto plazo.

Es decisivo mostrar un futuro posible, valorando lo que ya tenemos y evitando la queja contra el sistema

Todo esto crea una sociedad escéptica, temerosa y vulnerable, terreno fértil para fuerzas políticas que exacerban la ira y el descontento sin ofrecer soluciones reales. Esta dinámica abre la puerta a gobiernos autoritarios y democracias degradadas, justo lo que el siglo pasado nos ha enseñado a temer: los excesos del nazismo, el fascismo o el comunismo. Hoy, las concentraciones de poder vuelven a crecer, amplificadas por la tecnología oligopólica, en convivencia descarada con el poder ­político.

Frente a esta situación, quienes buscan evitar ese rumbo se limitan a combatir las fake news , defender derechos de minorías o gestionar correctamente. Todo ello es necesario, pero insuficiente. Una sociedad que enfrenta nihilismo y populismos necesita proyectos esperanzadores. Solo la esperanza puede vencer al miedo; solo estilos de vida con sentido pueden contrarrestar el sentimiento de vacío.

VALENCIA, 29/11/2025.- Una pareja pasea a su bebé por la playa de las Arenas en Valencia, este sábado. El cielo de la Comunitat Valenciana estará hoy poco nuboso, con intervalos de nubes altas por la tarde; las temperaturas ascenderán o se mantendrán sin cambios, y el viento soplará del oeste de flojo a moderado, según la previsión de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet).EFE/ Ana Escobar

 

Ana Escobar / EFE

La esperanza debe basarse en políticas reales: vivienda, seguridad, inmigración, defensa, economía social de mercado… Y deben lograrse resultados tangibles para sostener transformaciones de largo plazo. También es crucial enfrentar abusos: desde el pequeño fraude fiscal hasta los grandes entramados financieros; desde los abusos cotidianos hasta los intentos de desmontar la protección social.

Pero el elemento decisivo es una pedagogía pública de la esperanza, promovida especialmente desde la política: mostrar un futuro posible, valorando lo que ya tenemos y evitando la queja y la indignación perpetuas contra un sistema que –aunque mejorable– es el mejor disponible. Las amenazas actuales tienen solución: la inseguridad económica mediante un modelo productivo actualizado; la seguridad ciudadana sin perder libertades, con modificaciones legislativas que faciliten el trabajo policial; la precariedad, con políticas laborales y avances tecnológicos; la crisis ambiental, con ­innovaciones justas; las pensiones, con ajustes razonables. No es cierto que no haya alternativas: existen, pero requieren compromiso ciudadano y confianza en la acción colectiva, que puede ofrecer soluciones atractivas cuando la renta nacional crece más que la población, como es nuestro caso. Es una cuestión de distribución equitativa y eficiente de los frutos del crecimiento.

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Necesitamos recuperar responsabilidad individual y cívica. Una sociedad desresponsabilizada no tiene futuro; una sociedad de ciudadanos responsables, sí. Y esto concierne también, muy especialmente, a los partidos políticos, que deberían empeñarse en contribuir a alimentar la esperanza colectiva. Para ello, además de ser capaces de pactar “políticas de Estado” (en vivienda, pobreza infantil, seguridad, financiación autonómica, inmigración, cambio climático) coherentes con el proyecto europeo, deberían adoptar de inmediato dos acuerdos básicos: eliminar los insultos, las calumnias, las ofensas mutuas, las faltas de respeto… que no tienen nada de ejemplarizantes y solo alimentan pasiones negativas; y comprometerse a proscribir cualquier tipo de estigmatización colectiva, por injusta e inhumana (judíos o musulmanes, inmigrantes, gitanos, menores, mujeres o ancianos, catalanes o madrileños), y contraria a la cohesión social.

Contra la polarización podemos actualizar lo mejor de nuestra tradición socialdemócrata, liberal y democristiana, integrando un compromiso ecológico sensato y un feminismo real. Todas las religiones, especialmente el cristianismo en nuestro contexto, pueden seguir siendo fuente de sentido y esperanza. Y frente a los nacionalismos excluyentes y xenófobos, ­existen patriotismos abiertos, compatibles con identidades compuestas e inclusivas.

Podemos recorrer este camino. Las generaciones europeas de la posguerra lo hicieron con menos recursos. Nosotros, con más medios, podemos construir de nuevo un futuro esperanzador y seguir siendo, sin pretensiones, referencia para otras regiones del mundo. Sería una grave irresponsabilidad colectiva que Europa en su conjunto, y España en particular, dejaran prevalecer el miedo frente a la esperanza, a pesar de todas sus privilegiadas capacidades.

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