Con la que está cayendo, Donald Trump cree prioritario ahora construir un arco del triunfo en Washington, entre el memorial de Lincoln y el cementerio de Arlington. Un arco con sus columnas de capitel corintio, su ático y sus cornisas, rematado con una figura femenina alada, de color dorado, por supuesto. Si fuera esbelto y apolíneo, quizás Trump hubiera sustituido esa figura por la suya. Pero no es el caso.
Queda por determinar el tamaño del arco. Pero, entre los tres formatos –pequeño, mediano, grande–, Trump se inclina por el tercero, aunque esté fuera de escala. No se sabe qué victoria militar –o qué paz inestable– desea celebrar Trump con la obra. Poco importa: los arcos, desde el de Constantino en Roma hasta el de Triunfo en París, son también un autohomenaje para su promotor.
Entre tanto, el presidente de EE.UU. Ha demolido en cuatro días el ala este de la Casa Blanca para construir allí un salón destinado a bailes y banquetes de ocho mil metros cuadrados y 650 comensales. El objetivo oficial es disponer de un espacio holgado para recepciones, con la profusión de dorados ya ensayada en la redecoración rococó del despacho oval, donde casi todo es dorado: los cortinajes, las butacas, los marcos de los cuadros, los bibelots apretujados sobre la repisa de la chimenea, las molduras y angelitos del techo. Pero el objetivo particular de Trump es construirse allí un escenario desde donde proclamar urbi et orbi sus planes, entre fulgores de pan de oro. Porque sabe que en una sociedad hiperconectada importa más copar los telediarios que lo que se dice en ellos.
Es prerrogativa de cada presidente decorar a su gusto la Casa Blanca. Y es intención de Trump no limitarse a la residencia presidencial, sino devolver al pasado el estilo arquitectónico de los edificios de la administración. En agosto emitió la orden ejecutiva “Hacer que la arquitectura federal vuelva a ser hermosa”, paráfrasis casi paródica del “Make America great again”. Dice tal orden que los nuevos edificios federales (juzgados, sedes institucionales, etcétera) deberán ser diseñados “siguiendo los estilos clásicos o tradicionales: neoclásico, georgiano, beaux arts, art déco y –agárrense– gótico, románico, segundo imperio, colonial español o mediterráneo enraizado en regiones americanas”. Porque esa arquitectura sería –según la orden– la que complace al “público general”, especificándose que tal categoría excluye a “artistas, arquitectos, ingenieros, críticos y profesores de arte o arquitectura”. O sea, a los que saben algo de arquitectura y, en buena lógica, se interesaron por la de su tiempo, ya fuera moderna, brutalista o deconstructiva.
El presidente Trump cree prioritario ahora construir arcos de triunfo y salones de baile
El arquitecto designado por Trump para su salón refulgente es James McCrery, que se formó con Peter Eisenman, figura señera del deconstructivismo, pero ahora afirma que “la arquitectura moderna es contraria a la creación divina” y edifica iglesias o monasterios. Pasar del deconstructivismo al neoclásico ilustra el vigor global del reaccionarismo. Pero no su novedad, y menos en España, país de tradición reaccionaria, donde incluso intelectuales que antaño abrazaron el maoísmo se sienten ahora cómodos a la derecha del PP. ¿Una contradicción la tiene cualquiera? Desde luego. Y aquí va otra: Trump, que alentó el asalto al Congreso, dice que la vuelta al clasicismo es “necesaria para conectar visualmente nuestra república con los antecedentes de la democracia en la antigüedad clásica”. Tal cual.
Todo poder, dictatorial o democrático, suele recurrir a la arquitectura para exhibirse y, si puede, perpetuarse. Hitler encargó a su arquitecto Speer el proyecto Germania , un Berlín monumental inspirado en el orden romano y por cierto presidido por un arco de triunfo tres veces más alto que la puerta de Brandemburgo. Mitterrand reclutó a arquitectos como Nouvel, Pei o Perrault para sus “grandes trabajos” (incluido otro arco, el de Von Spreckelsen en La Défense, de 111 metros). Veremos si los planes de Trump superan todo eso o se traducen en una ridiculez, aunque sea una ridiculez dorada, grande, de otra época. Como la que él mismo encarna.
