El pasado domingo asistí casi a regañadientes al funeral de mi tía, a la que no veía desde hacía 25 años. Mala suerte enterrar a alguien un domingo de julio, pensé. Total, no voy a reconocer a nadie. Hice acopio de seriedad y acudí 30 minutos antes. Cómo has cambiado, qué te ha pasado, cómo pasan los años. Sobre un estante, la foto de mi tía Anita, y recordé lo bueno de ella, que era todo, y todo lo que sufrió; la pérdida de sus dos hijos y la de su marido, una generación de guerras, de azúcar de Andorra y de pollo los domingos.
En la sala grande del tanatorio de Les Corts, con capacidad para 300 personas, éramos unos 15. Aquello me apenó más. Primero una nuera, luego la otra y finalmente la nieta con sendos sencillos, humildes y certeros discursos. Las lágrimas se sucedieron. Un pedazo de espectáculo de amor.
En una secuencia de la película Qué bello es vivir , James Stewart se encuentra triste mientras le reconfortan señalándole que, si dibuja un círculo en el suelo donde poner las personas a las que ha ayudado, verá que el suyo es enorme. El de la tieta Anita era pequeño, pero no sé si puede haber más amor concentrado. Una gran lección la que me llevé y, a
la vez, un precioso domingo de julio.
Jordi Román
Suscriptor Barcelona