Viaje en camión por el corazón de Tanzania
Lectores Corresponsales
Utilizar este medio de transporte es una alternativa para explorar la naturaleza y los pueblos del país africano
Poblado de Tanzania, en África oriental.
* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Los camiones desempeñan un papel fundamental en la logística, ya que permiten el transporte de bienes y mercancías que, en muchos casos, son esenciales para la subsistencia humana. El primer camión se desarrolló en Alemania en 1896, con el objetivo de transportar mercancías de manera más eficiente que los carruajes tirados por caballos. Sin embargo, su utilidad no se limita al ámbito comercial: los camiones también tienen un lugar en el entretenimiento, participando en carreras, exhibiciones y deportes extremos.
Otra opción que ofrecen estos grandes es recorrer Tanzania en camión. La idea, según tu forma de ser, puede resultarte muy estimulante, atrayente, una auténtica aventura o, por el contrario, una locura.
Si eres de los del primer pensamiento, Tanzania aventura, es una vivencia que te permitirá la exploración de la naturaleza africana, sus pueblos y tribus tradicionales, con la convivencia en grupo y la vida al aire libre, todo ello a lomos de un vehículo especialmente adaptado para rutas largas por terrenos difíciles.
Tanzania en camión.
Como auténticos circenses, nos trasladamos de un lugar a otro del país, llevando consigo todo lo necesario, incluido el cocinero, los ayudantes, el conductor, la guía, la comida, los utensilios de menaje, las tiendas de campaña, las esterillas, el equipaje y por supuesto los 20 viajeros deseosos de vivir al máximo está experiencia.
Durante el viaje, en su interior podrás alternar distintas posturas: sentado, arrodillado sobre el asiento para no perder detalle de lo que sucede afuera, de pie o incluso recostado, mientras el cuerpo busca su comodidad y el alma se despereza al ritmo del camino.
Interior del camión de viaje.
Esta aventura comienza en la segunda ciudad más grande de Tanzania, Mwanza, a orillas del mítico lago Victoria, el lago tropical más grande del mundo. Conocida como la “ciudad de las rocas” por sus impresionantes formaciones graníticas que rodean la zona, Mwanza es un importante centro comercial y pesquero.
Ciudad de las rocas, Mwanza.
Mercado de pescado.
Tiene una vibrante mezcla cultural, donde conviven comunidades locales como los Sukuma. Su nombre significa literalmente “norteños” en suajili. Uno de los aspectos más llamativos de su cultura es la danza tradicional, que cumple funciones tanto rituales como festivas. Las danzas Sukuma son enérgicas y teatrales, acompañadas de tambores, cantos y con animales como las serpientes. En eventos importantes, como bodas, funerales u otro tipo de celebraciones, la danza y la música son esenciales.
La tribu Sukuma.
Tribu Sukuma con serpientes.
Son las 5:30 de la mañana. En la oscuridad de la noche, los 20 viajeros, junto con el personal, emprendemos la marcha hacia el Parque Nacional del Serengueti. Es nuestro segundo día de viaje. Algunos pasajeros intentan dormir, meciéndose al ritmo del zarandeo del camión; otros conversan sobre las fotos que han tomado hasta ahora, mientras algunos permanecen en silencio, contemplando el inicio del día. La guía trabaja concentrada con su móvil; los dos ayudantes, atentos, vigilan que todo marche bien. En la cabina delantera, el conductor y el cocinero comparten el inicio de esta nueva jornada.
El Parque Nacional del Serengueti, en 1981, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y es uno de los ecosistemas más famosos y extraordinarios del mundo. Su nombre proviene de la palabra masái siringet, que significa “llanura interminable”. Es julio, por lo tanto, somos testigos de uno de los espectáculos naturales más impresionantes del planeta, la gran migración. Cada año, durante esta época, millones de ñus, junto con cebras y gacelas, recorren cientos de kilómetros en busca de pastos frescos, y todo ello rodeados de depredadores como leones y hienas.
Serengueti, la gran migración.
Cuántos documentales a lo largo de nuestra vida hemos visto, cuya temática era la gran migración. Y ahora te encuentras tú en este entorno, abrumada por toda esta vivencia, que te hace sentir una conexión profunda con la naturaleza, con los instintos más primarios de la supervivencia, emoción, tensión, silencio interior y deseo de capturar el momento. La belleza es tan desbordante que una siente la necesidad de congelarla en una foto. Pero también hay instantes en los que dejas la cámara a un lado, simplemente para estar presente.
Baño de hipopótamos.
Cae la noche sobre el Serengueti. El sol se despide lentamente, tiñendo de rojo y oro las llanuras interminables. El calor del día da paso a una brisa fresca, y el cielo se llena de estrellas. Montamos nuestras tiendas de campaña. Cada uno ya sabe cuál es la suya, cómo se clavan las piquetas, cómo tensar las cuerdas para que no se vuele con el viento nocturno. Nos ayudamos unos a otros, acompañados con el cansancio del día aún en el cuerpo, pero con la emoción intacta.
Campamento de los viajeros.
La cena se sirve caliente alrededor del fuego del campamento. El crepitar de las llamas y los sonidos lejanos de la sabana, un rugido, un aullido, el crujir de ramas, nos recuerdan que no estamos solos. Estamos en territorio salvaje, durmiendo en el hábitat de leones, hienas, elefantes y muchos más.
Con un frontal (linterna en la cabeza), te desplazas con cuidado hasta los baños, rezando no tener que volver en mitad de la noche. Cada sombra parece un animal. Cada ruido, un susurro entre los arbustos. La sensación de ser observado es real. Muchos ojos, silenciosos, invisibles, nos rodean. Al final, te metes en tu tienda y cierras la cremallera con un leve temblor de respeto. Es una mezcla de vulnerabilidad y privilegio. Un sueño inquieto, pero inolvidable.
La jornada comienza temprano. A las 4:30 de la madrugada, ya estamos sobre ruedas, nos desplazamos del Serengueti al cráter del Ngorongoro. Salimos del corazón del Serengueti y, poco a poco, el paisaje comienza a cambiar: la sabana abierta da paso a colinas onduladas, zonas boscosas y tierras más fértiles.
Camino al Ngorongoro.
El camino es de tierra, con tramos que están en mal estado. Hay baches y mucho polvo, presentes en nuestras ropas, piel, pelo y fosas nasales. Se avanza despacio, pero cada kilómetro vale la pena por las vistas y la vida salvaje que acompaña el trayecto. Vemos jirafas cruzando el camino, elefantes pastando, aves exóticas volando bajo.
A medida que nos acercamos, comenzamos a ascender hacia el Área de Conservación del Ngorongoro. El aire se vuelve más fresco, la vegetación más densa. A los lados del camino comienzan a aparecer pueblos masáis, con sus chozas circulares y su ganado. Los niños saludan, las mujeres caminan con cántaros sobre la cabeza. Es un contacto fugaz pero auténtico con la cultura local.
Poblado de camino al Ngorongoro.
Un nuevo día se abre paso entre la niebla, y por un instante, parece que caminamos por el cielo mismo. En esas primeras horas de la mañana, las nubes nos rodean, suaves y silenciosas. Una vez dentro del cráter del Ngorongoro, la sensación es de asombro profundo. Entrar allí es como descender a un mundo secreto, cerrado y perfecto, donde la vida salvaje es la auténtica protagonista.
La suerte está de nuestra parte, pudiendo contemplar dos leonas con sus cachorros, y a lo lejos, con la ayuda de prismáticos, observo con admiración y cierto punto de incredulidad un rinoceronte solitario.
Leona con sus cachorros.
La diversidad del entorno es evidente en cada dirección, hay lagos, zonas boscosas, llanuras abiertas y pequeñas colinas.
Dentro del cráter de Ngorongoro.
Zebras dentro del cráter de Ngorongoro.
Haciendo un repaso de la fauna que habita el cráter, uno se da cuenta de una ausencia notable: no hay jirafas. Y no es casualidad. Estas elegantes criaturas no viven dentro del Ngorongoro porque el empinado desnivel del cráter les impide entrar o salir con facilidad. Prefieren las llanuras abiertas del exterior, donde pueden moverse libremente y alcanzar las copas altas de los árboles.
Toca despedirnos y, por tanto, salir del cráter. Se nos hace difícil no solo por la cuesta empinada que nos devuelve al borde, sino porque te vas sabiendo que has estado en un lugar único. Un santuario natural que no se olvida; no es de extrañar que en 1979 fuera declarado Patrimonio de la Humanidad.
Desde nuestro camión, avanzamos por tierras tanzanas bajo la mirada atenta de locales y turistas. Ellos eligieron una forma más clásica de recorrer el país: en coches, jeeps... Nos observan con una mezcla de sorpresa y simpatía; algunos nos saludan, otros nos sonríen y no faltan quienes nos fotografían, como si esta caravana rodante formara parte del paisaje exótico que vinieron a descubrir.
La tarde nos conduce a Mto wa Mbu, un pequeño pueblo del norte de Tanzania cuyo nombre en suajili significa “río de los mosquitos”. Sin embargo, a pesar de lo que sugiere el nombre, no tuve en ningún momento la sensación de que estos insectos abundaran, como si fuera su lugar de residencia preferido.
La guía nos anima a coger una bicicleta y hacer una pequeña ruta hasta un poblado masái. En los alrededores de Mto wa Mbu, algunos grupos masáis se han asentado conservando su identidad y compartiendo su cultura con los viajeros que pasamos por este cruce de caminos tanzanos.
Lo primero que llama mi atención de los masáis es su presencia: firmes, de porte noble, envueltos en telas de colores intensos, avanzan con paso sereno pero decidido y seguro. Sus exhibiciones no dejan indiferente a nadie: cantos hipnóticos que emanan desde lo más hondo de la garganta, produciendo un sonido peculiar, profundo y grave. Y luego están los saltos de los hombres, que se elevan como si desafiaran la gravedad, en una danza tradicional cargada de orgullo, energía y desafío.
Masáis saltando.
Esta noche nos espera una cama confortable, amplia y mullida, el descanso perfecto tras la jornada. La habitación ofrece todo tipo de comodidades: baño privado, agua caliente, un espejo y ese silencio reconfortante que invita al sueño. Después de días de aventura, se agradece el lujo sencillo.
Entre trayectos, caminatas y conversaciones, también hemos aprendido algunas palabras en suajili. Jambo!, fue de las primeras que nos enseñaron, un saludo universal que se responde con una sonrisa. Después vinieron otras: karibu para dar la bienvenida, asante sana para dar las gracias, rafiki para decir amigo, y por supuesto el infaltable hakuna matata, que no es solo una frase de película, sino una verdadera filosofía de vida aquí: sin preocupaciones, todo está bien.
Ya en el segundo día de viaje, todos los viajeros aprendimos el verdadero significado de la expresión ¡ramas, ramas!, y, sobre todo, cómo reaccionar a tiempo. Durante la ruta, es muy común que los árboles quieran abrazar a nuestro medio de transporte, el camión, con sus grandes y robustas ramas. Algunas logran colarse por las ventanas o el techo, lanzando un saludo poco delicado a quienes no estamos atentos. Bastan unos segundos para entender que, en esas circunstancias, la rapidez de tus reflejos es clave: agacharse, apartarse o encogerse en el asiento para evitar una caricia vegetal que, aunque natural, no siempre es bienvenida.
Nos dirigimos hacia nuestro próximo destino, y en el camino, la silueta imponente del Kilimanjaro nos acompaña a lo lejos, como un guardián silencioso del paisaje. Aprovechamos para hacer una caminata corta entre la vegetación, que nos lleva hasta unas cascadas, alimentadas por las aguas puras que descienden de la montaña más alta de África.
Camino a la cascada.
Agua que baja del Kilimanjaro.
Para reponer fuerzas, somos generosamente alimentados por el cocinero y sus dos ayudantes, que con esmero y dedicación preparan cada comida como si fuera un pequeño festín. Viajar con una intolerancia alimentaria no siempre es fácil, puede ser incómodo e incluso frustrante, pero hay que reconocer que, gracias a la atención y el cuidado del equipo, y en especial de la guía, las comidas han dejado de ser una preocupación. Más bien, han sido una grata sorpresa.
Nos adentramos en las montañas Usambara, un paisaje verde e intenso que contrasta con la sabana que dejamos atrás.
Montañas Usambara.
Durante la caminata hacia el mirador, interactuamos con los lugareños, especialmente con los niños, observándolos en sus gestos más cotidianos: transportando agua, jugando entre ellos, saludándonos con una sonrisa tímida o una carcajada abierta.
Vecinas de Lushoto.
Antes de alcanzar la cima, los más jóvenes y decididos del grupo de viajeros se animan a disputar un improvisado partido de fútbol con los vecinos de Lushoto. Tanzania contra España, como si se tratara de una final del Mundial. No faltan las ganas, el entusiasmo ni la emoción. El resultado: 1 a 0 a favor de Tanzania, celebrado con abrazos, risas y algo de sudor compartido. Al finalizar, los niños y jóvenes del pueblo nos sorprenden. Con voces alegres, nos regalan el himno de Tanzania, seguido de la inolvidable Jambo Bwana, que todos terminamos cantando juntos, como si ya fuéramos parte de la misma aldea.
Ya en el mirador, acompañamos al sol en su lento descenso, hasta que finalmente se despide de nosotros, tiñendo el cielo de tonos cálidos y suaves. En silencio, cada uno contempla ese instante único, como si el día no quisiera irse del todo.
Puesta de sol en las montañas Usambara.
He tomado muchas fotos… muchísimas. Cuando digo muchas, hablo de más de 7.000. La necesidad de capturarlo todo se apoderó de mí desde el primer día: la fauna salvaje, el movimiento majestuoso de los ñus y las cebras en plena migración, los rostros y gestos de la gente, los amaneceres dorados, las comidas locales... Todo merece quedar inmortalizado.
Pero entre tantos protagonistas, hay unos que me sorprendieron por su presencia silenciosa y poderosa: los árboles. Las acacias solitarias en mitad de la sabana, los baobabs monumentales, con su tronco ancho como una historia milenaria... Ellos también fueron testigos y parte de esta aventura. Merecen su propia galería. Su propio homenaje.
Árboles de Serengueti.
Es el décimo día del viaje y nos dirigimos a Bagamoyo, una ciudad costera cargada de historia, cultura y melancolía. Su nombre ya lo dice todo: Bagamoyo significa en suajili “deja aquí tu corazón” (baga = dejar, moyo = corazón).
Las calles empedradas y los edificios coloniales cargan con una historia densa, marcada por el comercio y la esclavitud.
Fue un importante puerto comercial en el siglo XIX, y uno de los últimos puntos de embarque de esclavos hacia Zanzíbar y otras partes del mundo.
En la actualidad la ciudad respira vida: los mercaderes vendiendo todo tipo de pescado, redes de pesca tendidas al sol, niños corriendo junto al mar, hombres cargando y descargando la mercancía de los barcos, desde piñas a madera.
Puerto comercial de Bagamoyo.
Desde la playa de Bagamoyo, el movimiento no cesa. Barcos de madera van y vienen cargados de mercancías, y es fascinante observar cómo los hombres se adentran en el agua para cargar o descargar a pulso, formando cadenas humanas entre el mar y la orilla. Todo ocurre con un ritmo propio, casi coreografiado, que mezcla esfuerzo, oficio y costumbre. Un espectáculo cotidiano que dice mucho del alma de este lugar.
Playa de Bagamoyo.
Nos despedimos de la península y del camión, nuestro fiel compañero de viaje durante estos 11 intensos días. Junto a él recorrimos paisajes imposibles, compartimos amaneceres, caminos de tierra, risas, silencios y sorpresas. También nos despedimos del equipo que nos acompañó en cada trayecto, con la eficacia, el cuidado y la cercanía que convierten un viaje en algo más que movimiento.
Con las mochilas a la espalda y el corazón algo apretado, ponemos rumbo por mar hacia Zanzíbar, dejando atrás una tierra que nos ha marcado, sabiendo que lo vivido en ese camión no cabe en ninguna fotografía, pero sí en la memoria.