La patria y la lengua materna

La Mirada del Lector

A menudo, las palabras del vocabulario son víctimas de lo que los hablantes decidimos hacer con ellas

Una madre ayuda a su hijo a hacer los deberes

Una madre ayuda a su hijo a hacer los deberes.

Jon Feingersh / Getty

* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

Un célebre poema de Rilke reza: “Cuánto quiero a las pobres palabras / que tan míseras están en lo diario”. Es cierto, a pesar de que constituyen la base misma de nuestro mundo, solemos ignorarlas o darlas por sentadas, de la misma manera que ignoramos o damos por sentado el paisaje que vemos día tras día y que estamos acostumbrados a ver durante años.

“Patria” en la lengua española es una palabra ligeramente, o quizá profundamente, problemática. A menudo, sin embargo, las palabras son víctimas de lo que los hablantes decidimos hacer con ellas, y la palabra “patria” no tiene a priori ningún significado político, más que el que le hemos dado nosotros. 

La palabra indica, según su origen etimológico “la tierra del padre”, pues viene del latín: “terra patria”. Compartimos la palabra con los italianos “patria” o con los franceses “patrie”. Los alemanes han llegado exactamente a la misma palabra, pero un proceso morfológico distinto: “Vaterland”, de nuevo, la tierra del padre.

Cuando hablamos de nuestra lengua original, la lengua de nuestros padres, con la que aprendimos a hablar, decimos que es nuestra “lengua materna”, la lengua de nuestra madre, y de nuevo la expresión es común a la mayoría de idiomas, la “langue maternelle”, la “lingua madre”, “Muttersprache”.

La patria, la tierra del padre, significa que nuestra tierra es aquella que nuestros padres nos han legado. Nuestra tierra es la que pisamos desde la infancia, el paisaje que desde niños y a medida que crecemos contemplamos y nos enseñan a contemplar. Cada calle de cada ciudad, cada bosque o cada campo que recorremos con nuestros antecesores son a su modo un legado. Este era nuestro paisaje, ahora es el tuyo, aquí anduve yo de niño y aquí andas ahora tú, en esta tierra transcurrió mi vida y en esta tierra transcurre la tuya.

Cada calle de cada ciudad, cada bosque o cada campo que recorremos con nuestros antecesores son a su modo un legado

La lengua materna, la lengua de la madre, significa que nuestra lengua es aquella que nuestros padres nos legan. No sólo las tierras se legan, no sólo se heredan las casas y los terrenos, también las palabras se heredan. 

Las voces que nos hablan desde niños, aquellas que esperan nuestra primera palabra, son aquellas que quedan impresas en el resto de nuestras palabras. 

The profound connection between a loving mother and her baby, a serene snapshot of the beauty and tenderness of motherhood.

Una madre con su hijo bebé.

Getty Images

Podemos heredar cierta manera de hablar, cierta manera de entonar, pero podemos heredar también una manera de pensar a través de las palabras en que ha sido expresada una opinión, cuántos hijos son los que repiten a lo largo de toda su vida una reflexión que escucharon de adolescentes a sus padres, cuántos los que utilizan una palabra regional que sus padres solían decir con el fin de protegerla, cuántos los que llevan puestos ciertos lemas que sus padres les dejaron como si fueron las joyas que estos legan al fallecer. 

Podemos heredar cierta manera de hablar, cierta manera de entonar, pero podemos heredar también una manera de pensar

No se escriben en el estamento las palabras que se legan a los hijos, pero eso no significa que sean menos importantes que la tierra, o que no se hereden como esta.

El poema La ciudad, de Cavafis, comienza así: “Iré a otra tierra/iré a algún otro mar/ mejor que esta habrá alguna ciudad”, pero continúa: “No hallarás nuevas tierras, no hallarás nuevos mares, tras de ti irá la ciudad, y por las mismas calles vagarás”. 

Cavafis tiene razón. Por muy lejos que uno viaje, no puede escapar del lugar al que le enseñaron a pertenecer. Incluso aunque el paisaje que tenga frente a sí sea opuesto a aquel en el que creció, sus ojos han sido educados a mirar por el segundo, y es cierto, hay paisajes que pueden cautivarle tanto como para pasar a formar parte de su mirada, pero sólo hay un paisaje que lleva en la sangre, la sangre del padre, el paisaje del padre, la tierra del padre. 

Una madre besa a su hijo pequeño

Una madre besa a su hijo pequeño.

Getty Images/iStockphoto

Cavafis tiene razón. Por muy lejos que uno viaje, no puede escapar del lugar al que le enseñaron a pertenecer

Y por mucho que uno viaje, por muchos paisajes que crucen ante sus ojos, hay sólo un paisaje que al pisar se puede reconocer como hogar, el paisaje que se conoce como las líneas de la propia mano, en el que, al mirar, se reconoce todo, los elementos que a la mirada ya son costumbre, el paisaje en el que se pueden relajar los músculos y ceder al cansancio, porque se sabe que ya se ha llegado a casa.

Ocurre lo mismo con la lengua. En una célebre anécdota, cuando el lingüista Roman Jakobson llegó a Harvard, el rector de la universidad le preguntó si era cierto que era capaz de hablar catorce idiomas, a lo que él respondió: “Sí, pero todos ellos los hablo en ruso”. 

En efecto, por mucha maestría que uno pueda tener en otra lengua, incluso si tiene un vocabulario extenso y domina las estructuras gramaticales, su tendencia es hablar con las estructuras que su lengua materna le ha dejado, busca el equivalente más próximo a la forma de expresarse que su lengua materna le ha dejado, como si al tener un paisaje nuevo frente sí tuviera que pensar en el que vio por primera vez, como si al sentir sus pies en suelo ajeno buscara instintivamente el suelo firme que conoce. 

Todo aquel que habla lenguas extranjeras sabe que, después de haber pasado un tiempo hablando otra lengua, regresar a la lengua materna se siente exactamente así, como pisar de nuevo tierra firme, o como posar la mirada en un paisaje ya conocido.

La tierra de nuestros padres es aquella en la que caminamos por primera vez. También la lengua es, de algún modo, la tierra en la que caminamos por primera vez. “Cuánto quiero a las pobres palabras / que tan míseras están en lo diario”, reza el poema de Rilke. 

Es cierto, a pesar de que están en lo diario, las pobres palabras son constantemente ignoradas. Pero es también cierto e innegable que, a pesar de que son etéreas, tan insignificantes como el aire, son en realidad tan sólidas como la tierra. 

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