* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Fue hace más o menos un año, en el mes de abril, cuando leí por primera vez el poema. Fue en una clase de universidad. Era primavera, el sol iluminaba el aula a través de las cristaleras, y en la pizarra se proyectaron los siguientes versos:
“Uno debe poder marcharse/y sin embargo ser como un árbol/como si las raíces permanecieran en el suelo/como si el paisaje se moviera/y nosotros permanecemos firmes (…)”.
Leí hasta llegar a los últimos versos: “Y estamos en casa, /dondequiera que estemos/ y podemos sentarnos y apoyarnos, /como si fuera la tumba de nuestra madre”. El poema estaba escrito originalmente en alemán y firmado por Hilde Domin.
Recuerdo que aquel día de abril, al leer por primera vez el poema, no pude evitar sentirme profundamente en desacuerdo. Miré con desconfianza los versos que acababa de leer. Pensé inmediatamente que el valor del concepto de “casa” u “hogar” residía precisamente en que no puede ser replicado, no cualquier lugar puede ser un hogar.
De hecho, si entendemos la palabra a la manera de la Ítaca de Odiseo, sólo puede existir un lugar al que volver, un solo lugar en el que nos criamos, un solo lugar en el que se encuentran nuestros seres queridos. E incluso si existiera más de un hogar, porque no todos los seres queridos se encuentran en el mismo lugar, este no puede ser replicado en cualquier sitio.
Pensé además que no sólo era doloroso, sino también antinatural escribir que el “hogar” es la tumba de una madre, pues sea una madre o un ser querido, si a lo largo de nuestras vidas existe un lugar al que regresar, ese lugar son precisamente nuestros seres queridos.
De no estar ellos, los lugares a los que llamamos “hogar” estarían absolutamente vacíos y perderían cualquier sentido que pudieran tener. No en vano aquellos que son huérfanos, incluso si esta condición les llega de adultos, sienten al fallecer sus padres que han perdido una parte de sí mismos, que, aunque la casa paterna o materna siga intacta, con todos sus muebles y objetos, ellos ya han perdido para siempre el hogar que solían conocer, y que nunca más volverán a tener.
Es frecuente en la juventud leer poemas que no pueden entenderse del todo, no todavía. El valor de estos poemas reside precisamente en que el joven que los lee es consciente de que no los entiende del todo, de que la verdad que le presenta el poema que lee, él todavía no la puede conocer.
Es frecuente en la juventud leer poemas que no pueden entenderse del todo, no todavía
Pero el poema funciona al mismo tiempo como una especie de promesa, o de advertencia, le revela un conocimiento futuro, y envuelve al joven en la fascinación de lo que todavía no conoce, pero algún día será suyo. Le revelan, aunque él no lo sepa, una parte de su yo futuro, de la persona que todavía no es, pero algún día será.
Fue hace apenas un mes, cuando, en otro país, lejos de casa, tuve el pensamiento de que hacía tiempo que no visitaba la tumba de mi abuelo. Lo tuve de la misma manera que se tiene de pronto el pensamiento de que hace tiempo que no se escribe o no se ve a algún amigo. Fue un pensamiento instintivo, y lo tuve casi como si estuviera en mi Teruel natal y no en otro país.
Por un segundo pensé que bastaba con levantarme, ponerme los zapatos, coger el coche y conducir hasta el cementerio, y casi pude sentir el aire frío que allí haría, casi vi la tumba ante mí, como tantas veces la he visto. Al instante siguiente me di cuenta de que estaba en otro país, lejos de casa, que no me era posible visitar la tumba.
Sentí entonces una gran confusión, como si en una estación me hubiera equivocado de tren y sólo cuando este ya ha salido me diera cuenta de que era otro el que tenía que coger. Sentí como si bajo mis pies no hubiera tierra que pisar, y entonces recordé el poema.
Cada palabra de cada verso sonó como toques en la puerta, como si el poema hubiera estado esperando en silencio tras esta, esperando a llamar cuando llegara el momento oportuno. Recordé cada uno de los versos, los medité mientras tomaba consciencia poco a poco de lo lejos que estaba de aquella tumba, de lo lejos que estaba de casa.
Entendí de pronto, al estar lejos de ella, que la tumba de un ser querido es una especie de cofre en el que se guarda todo lo que fue. Todos los lugares que visitó, las personas a las que amó, los trabajos que realizó, todo queda allí guardado. Pero lo más importante no es esto, el hecho de que quede guardado, sino que queda guardado de una manera en que nada lo puede perturbar, ni siquiera el tiempo.
Una tumba es inamovible, intocable. Forma parte de algo que el tiempo ya nunca podrá modificar. Nuestras vidas avanzan y conocemos nuevos lugares y nuevas personas, y desempeñamos nuevos trabajos y dejamos un lugar y emigramos a otro, y regresamos a casa y marchamos de nuevo, pero la tumba y lo que guarda se mantiene invariable, porque la muerte es lo único que el tiempo no puede modificar. Ese lugar queda inmóvil para siempre, el tiempo no puede alterar el más mínimo detalle de lo que guardaba.
La muerte es lo único que el tiempo no puede modificar. Ese lugar queda inmóvil para siempre
No importa cuánto cambie nuestra vida, ese lugar permanecerá como es. Allí donde un ser querido yace se convierte en un punto firme, y esa firmeza, aunque su causa sea triste, ofrece la seguridad de aquello que no puede cambiar.
Cambiará todo, lo que somos, a quién amamos, dónde vivimos, pero nunca cambiará ese cofre perpetuo, y en su invariabilidad, se convertirá en un punto firme al que siempre regresar. Aunque perdiéramos todo, lo que somos, a quién amamos, dónde vivimos, quedaría por siempre ese lugar ya nunca más tocado por el tiempo.