* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
José Saramago (1922 - 2010) dijo que Kafka, Pessoa y Borges eran los tres escritores que definían el siglo XX. No lo dijo tal cual, no fue tan categórico. Prefirió usar una oración condicional, quizás para matizar la arbitrariedad de su selección: “Si estuviéramos buscando tres escritores que de alguna forma definieran el siglo XX…”.
El postulado, a primera vista, parece razonable, certero, y Saramago debía de tener argumentos sólidos para defenderlo, pero es mejor dejar el asunto quieto, pues al primer examen de sus palabras alguien podría encontrarlas eurocentristas, y se levantaría una polvareda que no nos dejaría ver lo otro que aquí se quiere decir, a saber: que si buscamos tres escritores que de alguna manera preceden y configuran las novelas de Saramago, probablemente encontremos —qué casualidad— a Kafka, Pessoa y Borges.
Pongamos por caso Las intermitencias de la muerte. En el argumento, una ocurrencia borgiana; en el desarrollo de los escenarios, las pesadillas de Kafka; y de Pessoa, tal vez, la poesía inconsútil… y la melancolía inconmensurable de varios de los personajes, la de un ser humano perdido en el tiempo y en su destino, la del perro que le acompaña e, incluso, la de la parca que le persigue.
El título de la novela trae ya la idea medular que la sostiene: la muerte va y viene, un día la gente deja de morirse, otro día debe volver a perecer. La realidad, tal como la conocemos, se rompe desde la primera oración: “Al día siguiente no murió nadie”. Pero aquí lo fantástico le va cediendo el terreno a lo sociológico. Saramago aprovecha la fábula para exponer todas o casi todas las respuestas humanas frente a circunstancias difíciles o inesperadas.
Emergen, como en otras de sus obras, el sentido común y la compasión, pero en medio de un barullo de mezquindades, entre la insidia de los vecinos, la indolencia de los criminales, la complicidad del gobierno y la hipocresía de la iglesia.
En realidad, los buenos sentimientos aparecen muy poco en la novela, al menos durante un buen tramo, pero Saramago, con un sentido del humor y una ironía reconfortantes, nos salva de la amargura que supone mirar lo que podemos llegar a ser, burócratas ciegos, mercaderes voraces o maphiosos sinvergüenzas:
“Quiénes son ustedes, preguntó el director del servicio que atendió la llamada, Solo un grupo de personas amantes del orden y de la disciplina, gente de gran competencia en su especialidad, que detesta la confusión y cumple siempre lo que promete, gente honesta, en definitiva, Y ese grupo tiene nombre, preguntó el funcionario, Hay quien nos llama maphia, con ph, Por qué con ph, Para distinguirnos de la otra, de la clásica, El estado no hace acuerdos con mafias, En papeles con firmas reconocidas por notario, claro que no”.
Más allá de la crítica social y moral, y de los esbozos que hace de los distintos tipos humanos: maphiosos, políticos, curas, filósofos, economistas, aseguradores, campesinos y funerarios, Saramago habla también, o principalmente, de esa entidad que enuncia en el título de la novela, tan importante para el funcionamiento del mundo, la muerte. La hace aparecer en varias de sus formas posibles, como idea primero, como fuerza invisible luego, como niebla que se expande, como parca y, finalmente, como engranaje de una estructura que la supera, una figura más bien triste y confundida por los contratiempos inesperados de su trabajo.
Saramago habla de esa entidad tan importante para el funcionamiento del mundo, la muerte, y la hace aparecer en varias de sus formas posibles
Es allí, acompañando a la muerte en sus labores de funcionaria casi muda (a veces le habla a su guadaña), donde nos damos cuenta (donde Saramago hace que nos demos cuenta) de que ya toda esfera parece haber sido conquistada por los poderes ciegos y abstrusos de las tecnocracias. La vieja calavera, la sombra macabra que tantos terrores nos había suscitado hasta hoy, resulta estar sujeta a los rigores de otras fuerzas que la superan, frente a las cuales no le queda más que ir cumpliendo con lo que le corresponde. Es nuestra hermana de infortunios. Y sin embargo, alguna libertad le queda:
“Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo, nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa persona, y así le sucedió a la muerte, acabará comportándose, sin que de tal se dé cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace…”.
Sucede, entonces, que esta muerte de Saramago va aprendiendo a tomar sus propias decisiones, y sucede que en esta especie de emancipación le van naciendo sentimientos. Debe seguir matando, como está estipulado en su contrato, pero ahora resulta que le conmueve el mundo, que quiere mirarlo de cerca y de alguna manera vivirlo. Se permite, si esto es posible, ser un poco menos muerte, probar algo de Schumann, de Chopin, y acompañar durante una noche entera al ser al que debe aniquilar. El monstruo acaba por sumergirse en su humanidad posible, tanto que debe reconocer su propia mortalidad.
“...en la vida de ellos todo es provisional, todo precario, todo pasa sin remedio, los dioses, los hombres, lo que fue ya acabó, lo que es no lo será siempre, y hasta yo, muerte, acabaré cuando no tenga a quién matar”.
Del formalismo indiferente pasa a la atención por su víctima, de la repetición intrínseca de su oficio surge el incidente singular, y entonces empieza a acercarse, según parece, a la experiencia del amor. ¿Cómo resolverlo?, ¿cómo matar, como le corresponde, aquello que se resiste a morir?, ¿cómo dejar al perro sin su amo?, ¿cómo cortar de un solo tajo el hilo cálido de un violonchelo de una suite de Bach? ¿Y cómo continuar siendo la muerte (cuya responsabilidad es inmensa) cuando otros deseos empiezan a gobernarla? Saramago nunca dice qué es lo que ella piensa al respecto, pero al final sus actos nos permiten adivinarlo.
Las intermitencias de la muerte vio la luz en 2005. Se están cumpliendo veinte años desde su publicación, y quince desde que José Saramago dejó de escribir novelas.
* Rodrigo Estrada es un escritor colombiano. Ha publicado tres libros de cuentos: El Mundo (2014), Episodios sobrenaturales (2016) y La vida que nos merecemos (2024). Trabaja como editor en la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC. Dirige la revista de danza y artes escénicas el cuerpoeSpín y el sello editorial emergente Biblioteca el Sol. Reside en la ciudad de Bogotá.
¡Participa!
¿Quieres compartir tus conocimientos?
Si tienen interés en participar en Lectores Expertos pueden escribir un email a la dirección de correo de nuestra sección de Participación ([email protected]) adjuntando sus datos biográficos y el texto que proponen para su publicación.