Escenas de naturaleza llenas de detalles visuales

La Mirada del Lector

”El paisaje somos nosotros;es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos”, escribió Azorín

Campo (Huesca).

El río rodeado de árboles, en Campo (Huesca).

Gema Abad Ballarín

* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia

Hace dos años en el programa de las fiestas de mi pueblo, Campo, en la provincia de Huesca, aprovechando que en junio se celebró el 150 aniversario del nacimiento del gran paisajista de la Generación del 98, Azorín, se me ocurrió poner una de sus frases alusivas al paisaje: “El paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos…”.

Dos años después, vuelvo a repasar sus palabras para poder penetrar en el alma de aquellas cosas de la naturaleza y de la vida de aquí, que por ser habituales nos pasan desapercibidas y que logran sacar de mis adentros sensibilidad, comprensión y ternura, transmitiéndome lo que en ellas hay de poesía. Cualquiera de estos sentimientos me remite a lo minúsculo, a los pequeños y, muchas veces, vulgares detalles de la realidad cotidiana que suelen pasan inadvertidos y que incluso, sin ser muy consciente de ello, he llegado a menospreciar.

En ocasiones, paseo por esos caminos angostos, donde el silencio más absoluto me acompaña. Otras veces el ruido de los coches en la carretera suena como una nota incisiva que rasga de pronto esos pensamientos que se van sucediendo en mi mente. 

En verano, los días son espléndidos; el cielo es de un azul intenso. Parece como si esa quietud fuera acompañada de una vaga y abrumadora somnolencia que me ayudara a exhalar una serie de sensaciones auditivas y visuales de ese paisaje. 

Por la mañana me despierta una campana que tañe con una melodía larga y suave y hasta podría decir que melancólica, ya que evoca mi infancia y adolescencia en lo más hondo de mi espíritu. 

Algunos días, me paro a contemplar, en mi camino, el río Ésera y un buen número de personas que con guías profesionales disfrutan del descenso en rafting jugando con las aguas vivas y en un entorno de gran belleza. He averiguado que es una de las actividades más demandadas entre abril y octubre con su descenso completo conocido como “Pirámides”. La transparencia del agua límpida y diáfana me obliga a permanecer un rato mirándola presa de mis pensamientos.

Cuando cae la tarde cambia la coloración de las montañas y se puede apreciar ese entorno, que deja de estar tan concurrido para dar paso a algunos caminantes que van en busca de un poquito de frescor después de los rigores de un día caluroso. 

En mi mente aparece la imagen de la chopera de mi juventud con sus árboles talados, tal vez por gestión comercial o por problemas medioambientales. Recuerdo los chopos altos elevándose hacia el cielo, cubiertos con un manto de hojas verdes y con rayos de luz filtrándose entre las ramas, iluminando el suelo. Además, el murmullo del viento y el canto de los pájaros añadían una capa sonora a esta escena natural. Sin embargo, parece ser que ahora van creciendo y en unos años recobrarán ese aspecto que les caracterizaba.

Leyendo fragmentos del libro Castilla de Azorín, me identifico con ese sentimiento impregnado de nostalgia, el recuerdo melancólico de lo que desapareció para siempre.

Acabo, como he empezado, haciendo alusión a este escritor. En este caso, con un párrafo de su segunda novela La voluntad, obra que le alzó a la fama, a pesar de la negativa recepción que tuvo en las reseñas de prensa de la época.

«Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje… Es una emoción completamente, casi completamente moderna. En Francia sólo data de Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre. En España, fuera de algún poeta primitivo, creo que sólo la ha sentido fray Luis de León en sus Nombres de Cristo… Pues bien: para mí, el paisaje es el grado más alto del arte literario… ¡Y qué pocos llegan a él!».

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